ME SEDUJISTE, SEÑOR, Y ME DEJÉ SEDUCIR
OBJETIVO: Mostrar que Dios en su pedagogía no impone ni violenta a
nadie, para que seamos capaces de dar una respuesta libre y consciente a la
Gracia que nos ofrece.
Iluminación. “Me sedujiste,
Señor, y me dejé seducir; fuiste más fuerte que yo y me venciste” (Jer 20,7).
“Yo te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión, te
desposaré conmigo en fidelidad y tú conocerás a Yahveh” (Os 2, 21-22).
La
irrupción de Dios en nuestras vidas. Nuestro Dios es
el Dios que nos cambia los planes; cambia nuestros proyectos por otros mucho
mejores. El proyecto que Dios tiene para cada ser humano en nada se compara con
los nuestros. El hombre al natural, no sólo no conoce el Designio de Dios, sino
que además es refractario a la gracia del Señor. Él para cambiar nuestra manera
de pensar, para sacarnos del pecado y de nuestras idolatrías irrumpe en
nuestras vidas y nos ilumina con la luz de la verdad: “Nos atrae con cuerdas de ternura, con lazos de misericordia” (Os
11, 5). Nos hace probar de su bondad, de su ternura, de lo bueno que es, para
seducirnos, respetando siempre nuestra voluntad. Usando las palabras de San
Lucas: “Busca a la oveja perdida, y la
busca, hasta encontrarla” (Lc 15, 4).
“Por eso
Yo voy a seducirla: la llevaré al desierto y le hablaré al corazón, luego le
devolveré sus viñas, y convertiré el valle del Akor en puerta de esperanza para
ella. Allí me responderá como en su juventud, como el día en que salió de
Egipto” (cfr Os 2, 16). El desierto es el lugar de la victoria
de Dios, el lugar donde Dios cambia nuestros planes y el hombre acepta la
voluntad de Dios para su vida. El valle del Akor es el basurero, la
pecaminosidad de la esposa infiel (Israel, nosotros). El corazón es el lugar
del conocimiento, de la ternura y la misericordia; en el corazón se toma
conciencia del llamado de Dios y allí se le responde con generosidad. “Dios te ama así como eres, pero por la vida
que llevas no puedes experimentar su amor”. Una doble verdad: Dios te ama, pero
el pecado te priva de la gloria de Dios. Cuando Dios irrumpe en nuestras vidas
nos dice que andamos equivocados y nos invita a volver al camino que nos
lleva a la Casa del Padre.
¿Cómo nos
seduce Dios a nosotros pecadores? Nos llama a su
presencia, nos deja experimentar su amor, su perdón, lo bueno que es Él. “Yo te desposaré conmigo en justicia y en
derecho, en amor y en compasión, te desposaré conmigo en fidelidad y tú
conocerás a Yahveh” (Os 2, 21-22). Dios se acerca a su Pueblo como Buen
Pastor, como Novio para desposarse con la Novia. Lleva en sus manos la “dote”,
sus dones, para embellecer a la Novia y engalanarla con sus dones. El primero
de estos es la “la justicia y el derecho”, que en semilla es el “don de su
Palabra”. Palabra que es luz para nuestros pasos, lámpara en nuestro camino.
Luz que ilumina nuestras tinieblas y nos hace reconocer nuestros pecados,
cultiva en nuestro corazón el arrepentimiento y el deseo de volver a la casa
paterna. El segundo de sus dones es “el amor y la misericordia”, es decir, el perdón
y la paz. El tercero de sus dones es “la fidelidad”. Dios es Fiel y nos da de
lo suyo para que también nosotros seamos fieles a su Amor. De la suma de estos
tres regalos brotan como de su fuente, el conocimiento de Dios que llena el
corazón del hombre seducido por el Amor.
El Profeta:
hombre en el que Dios ha actuado. La experiencia de
haber sido seducido me hace decir: Dios me ama; Dios me perdona y me salva;
Dios me da el don de su Espíritu Santo. Ahora llevo en mi corazón una doble
certeza: La certeza de que Dios me ama y la certeza de que yo también lo amo.
Dos amores que se donan mutuamente el uno al otro para hacer alianza de vida, y
para toda la vida. La experiencia de Dios abre los ojos, ilumina la mirada para
que se conozca la realidad. El profeta Isaías dijo: “Soy un hombre de labios impuros y habito en medio de un pueblo de
labios impuros”. El Ángel del Señor purificó sus labios, sus pecados fueron
perdonados y su culpa retirada. Entonces escuchó la voz del Señor que le decía:
“¿A quién enviaré? ¿Quién irá de nuestra parte?
El Profeta respondió: “Heme
aquí, envíame a mí” (Is 6, 5ss). Es la respuesta generosa del hombre que ha
sido seducido por el Señor y que ha visto la realidad en la que vive su pueblo:
familias des-unidas, jóvenes que se pierden en los vicios, explotación y
opresión del hombre por el hombre, ancianos abandonados, madres solteras, niños
de la calle, iglesias llenas de gente, pero, sin compromiso y sin conocimiento
de Dios. “Mi pueblo no me conoce, mi
pueblo no me ama, mi pueblo no me es fiel” (Os 4, 1).
La libertad
afectiva. La doble certeza es libertad afectiva, es virtud para
hacer la opción por Jesús, es fruto del desierto. En diálogo amoroso el Señor
nos abre la mente, nos explica las Escrituras, nos pregunta y nos responde: “Yo sé porque me siguen” “Les he dado de comer hasta saciarse”
(Jn 6, 26). “Si ustedes quieren también
pueden irse” (Jn 6, 67). Como si les dijera: “Y si les niego lo que me
piden, también ustedes van a dejarme”. ¿A dónde iríamos? Responde Pedro.
Nosotros hemos probado lo bueno que es el Señor. ¿Volver a lo de antes: a la
casa de la suegra, a la sinagoga, a las redes
y a las barcas envejecidas? “Sólo tú tienes palabras de vida eterna” (Jn
6, 68), “Tú eres el Cristo de Dios” (v. 69), Nosotros, ¿a dónde iríamos?
¿Volver a la vida sin sentido, vivir en las apariencias, días y noches de trabajo para llenar los
vacíos del corazón?
La respuesta es personal. Yo decido seguirte, aceptando
todo lo que eso implica: romper la amistad con el mundo, dejar de servir a los
ídolos, cambiar la manera de pensar para seguir las huellas de Jesús y servir
al Dios vivo y verdadero (1Tes 1, 9). Esta opción sólo puede hacerse cuando hemos
conocido lo bueno que es el Señor, cuando se ha escrito en el corazón la “Doble
certeza”: Dios me ama y yo también lo amo.
La experiencia
personal. Dios cambió mis planes de vida. Yo quería casarme, tener
una esposa, unos hijos y mis bienes materiales, y como esposo y padre servirle
al Señor. Pero Él tenía otros planes para mí, hoy, puedo decir con Isaías: “mis caminos no son sus caminos; mis
pensamientos no son sus pensamientos” (Is 55, 9); Mis planes eran tener una
familia y unos bienes materiales para vivir con dignidad: yo quería casarme,
pero el Señor me seducía para que un día yo aceptara ser su mensajero, su
apóstol, su sacerdote. Me tomó de la mano y me conducía hacia un destino
glorioso: me ha llevado de obra en obra, de triunfo en triunfo. Él amorosamente
cultivaba mi corazón para que le diera una respuesta generosa en la fe. Una de
estas experiencias la viví el día 14 de febrero, “día del amor y de la
amistad”.
Tres meses tenía yo conociendo a Jesús, viviendo una
verdadera luna de miel con Él, a pesar de que no entendía muchas cosas. Lo que
sí tenía yo bien claro es que en muchas cosas estaba cambiando, que la angustia
y el vacío existencial habían desaparecido, que tenía un gozo distinto al que
dan los sentidos, era el “gozo” del Señor; le estaba encontrando el sentido a
mi vida, había vuelto a la casa del Padre. Había tentaciones o seducciones,
pero la bondad del Señor se manifestaba diciendo: “Mi gracia te basta, que mi
fuerza se muestra perfecta en la flaqueza” (2Cor 12, 9).
Ese día 14 de febrero, día del amor y de la amisad, un
amigo me insistió a que saliéramos a divertirnos a un centro nocturno muy
conocido por los dos. Su insistencia me “sedujo”. He llegado a pensar que lo
que me esperaba fue similar a la tercera tentación del Señor: “Todos los reinos de la tierra te doy si te
postras y me adoras…” (Mt 4, 9). Al llegar el mesero me recibió y con la
mejor sonrisa me dijo: “Ya llegó el que andaba ausente”. Me sirvió una gran
copa del mejor coñac, diciéndome: “La casa paga”. Se me acerca una de las
meseras y me ofreció conseguirme una mesa, cuando había tanta gente que no
había donde poner una aguja en aquel lugar, vinieron otros conocidos y llenos
de euforia me saludaron y me madereaban, las antiguas amigas me mandaban
hablar. Todo eso en otros tiempos me hubieran hecho sentirme importante, hoy,
tenía control de mis emociones, de mí mismo, había una nueva presencia en mi
vida.
Buscando un lugar solitario me retiré de la barra y del
área del baile, hacia el restaurant, que estaba vacío, me paré junto a una
chimenea, y le di un sorbo a mi copa de coñac, y observando a la gente me dije
a mi mismo: “así andaba yo antes”. Viviendo en las apariencias, buscando
razones para sentirme bien; quedando bien con los demás, pagando sus bebidas,
buscaba tener su amistad, o ser tenido en cuenta; casi sin darme cuenta estaba
ya en diálogo con el Señor. Una ola de agradecimiento llenó mi alma y dije:
Gracias, Jesús porque me amas. Gracias, porque ahora no tengo que hacer esas
cosas para sentirme bien, Gracias por los cambios que he visto en mi vida. El
Señor estaba conmigo, sentí que desde lo profundo me llamaba a un compromiso, a
una entrega, a una consagración. Reconozco que tal vez no entendía muchas
cosas, pero desde mi corazón y con conciencia le dije: “Señor te prometo no
volver a beber bebidas alcohólicas en mi vida” Algo o alguien en mi interior me
hacía sentir que no era suficiente… faltaba algo, y entonces dije: “Señor te
prometo nunca más venir a un centro nocturno”… Experimenté un aplauso en mi
interior. Eran momentos de paz profunda,
de lucidez, de control y dominio de sí mismo. Llegó mi amigo y me dice: te
habla tu ex novia, mi respuesta fue fruto de mi opción por Jesús: vamos a casa.
Para mis adentros me dije: este no es un lugar para mí. Después comprendería,
mi lugar estaba en la comunidad, en la Iglesia de Jesús a la cual me llamaba a
servir. Mi lugar estaba en las manos de Jesús.
Por otro lado, sabía que el sacerdote en la parroquia
había puesto a la gente a orar para que yo volviera al seminario, lo que no me
gustó, mis planes eran otros. Sólo que en el diálogo generoso que sostenía a
diario con el Señor comprendí que me estaba llamando, quería cambiar mis planes
y lo logró, me sedujo y le dije con el profeta: “heme aquí”. Si tú Señor, así lo quieres, hágase en mí tu voluntad,
Creo que fue la primera vez que recé aceptando en mi vida la voluntad de Dios;
me había seducido, me ganó la pelea, la victoria era suya. “Aquí estoy Señor, te pertenezco”. Un extraño temor me invadía: no
soy digno, no estoy preparado, no voy a poder, mi vida pasada será un
impedimento. Jesús me respondía: “Yo estoy contigo”.
Dios es
el Dios que cambia los planes a los hombres, lo hizo con María y con José, y lo ha hecho después con
miles y miles de hombres y mujeres que se han decidido seguir a Jesús a lo
largo de más de veinte siglos en la historia de la Iglesia. Seguir a Jesús,
¿Para qué? Para conocerlo, amarlo y servirlo. Pablo en la carta a los Romanos
nos dice: “Os exhorto hermanos, por la misericordia de Dios a que ofrezcáis
vuestros cuerpos como hostias vivas, santas, y agradables a Dios, ese será
vuestro culto espiritual” (Rom 12, 1). Sin consagración, sin entrega y sin sacrificio
no hay culto a Dios. Por eso también nos dice: “No viváis según los criterios
de este mundo, sino más bien renovaos en vuestra manera de pensar, por la
acción del Espíritu, para que podáis conocer la voluntad de Dios, lo bueno, lo
justo y lo perfecto” (Rom 12, 2s).
Mis muchas debilidades me han enseñado que dejarse
renovar en la mente, significa “tomar la
firme decisión de seguir a Cristo”, rompiendo a la vez la amistad con el mundo y
abandonando el dominio de la carne mediante el cultivo de una voluntad firme,
férrea y fuerte para hacer el bien, para amar, para hacer la voluntad de Dios
que quiere nuestra santificación.
El proyecto de
Jesús. “He
tomado la firme determinación de subir a Jerusalén”. ¿A qué
va a la ciudad santa? A graduarse para el servicio; para ser el Siervo doliente
y sufriente de Yahveh. ¿Qué va a suceder en Jerusalén? Los tres anuncios de la
pasión nos dicen: “El Hijo del Hombre va
a ser entregado en manos de los escribas, de los sumos sacerdotes y de los
fariseos; para padecer allí mucho de parte de los ancianos, de los sumos
sacerdotes y de los escribas; va ser condenado a muerte y a resucitar al tercer
día” (cfr Mt 16, 21ss). Jesús sabe que para entrar en su gloria ha de pasar
por la pasión, el dolor, el sufrimiento y la muerte, para darle “Vida a los
hombres”.
El llamado de
Jesús a sus discípulos. “El que
quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y me siga”, Pues el que quiera salvar su vida la
perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará. ¿De qué le sirve a
uno ganar El mundo entero, si pierde su vida? ¿Y qué podrá dar uno a cambio
para recobrarla? (Mt 16, 24-26). El llamado de Jesús es a subir con Él a
Jerusalén, allá será la graduación. Él y sus discípulos se graduarán para el
servicio, para ser servidores de la vida, de la verdad y del amor. Primero Él y
después ellos. Las condiciones son: no buscar la salvación al margen de Jesús,
en el poder, en el placer o en las riquezas. No buscar la salvación en uno
mismo o en los demás, sino en la acogida y en la apertura de la voluntad de
Dios manifestada en Jesús. Seguir a Jesús equivale a identificarse con Él,
dejarse transformar por la acción del Espíritu para ser uno con Jesús. Seguir a
Jesús, es mirar en la misma dirección que Él mira, para llegar a tener sus
sentimientos, sus pensamientos, sus luchas, sus intereses y sus mismas
preocupaciones. “Heme aquí, Señor”.
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