EL LLAMADO A SER APÓSTOLES DE JESÚS.
Objetivo: Resaltar con toda claridad que la Iglesia es el
Apóstol de Jesucristo. Toda ella es
Misionera y existe para evangelizar para que todos sus miembros tomando
conciencia acepten el compromiso de la misión.
Iluminación: Cristo resucitado, antes de su ascensión al Cielo envió a sus Apóstoles a
anunciar el Evangelio al mundo entero, confiriéndoles los poderes necesarios
para realizar esta misión. Pero, también, a los fieles laicos, precisamente por
ser miembros de la Iglesia, tienen la vocación y misión de ser anunciadores del
Evangelio: son habilitados y comprometidos en esta tarea por los sacramentos de
iniciación cristiana y por los dones del Espíritu Santo. (I en A 66)
¿Qué significa la palabra
apóstol? "Como el Padre me envió,
también yo os envío". La misión de Jesús continúa en la de sus propios enviados, los Doce, que
por esta razón llevan el nombre de apóstoles. En efecto, la misión de
los Apóstoles enlaza de la forma más estrecha con la de Jesús: "Como el
Padre me ha enviado, así también os envío yo" (Jn 20, 21). Esta palabra
ilumina el sentido profundo del envío final de los Doce por Cristo Resucitado: "Id
por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación" (Mc 16,
15; cfr. Mt 28, 19-20). La misión de Jesús alcanzará así a todos los hombres
gracias a la misión de sus Apóstoles que continúa operante en la misión de la
Iglesia de todos los tiempos, ya que los Doce fueron el inicio de todo el
Pueblo de Dios, del conjunto de los creyentes y de sus pastores auténticos: "Los
apóstoles fueron los gérmenes del Nuevo Israel y, al mismo tiempo, el origen de
la jerarquía sagrada" (AG 5).
Apóstol, por lo tanto, significa enviado,
mensajero, servidor, predicador de un Mensaje. Así decimos que Jesús es el Apóstol
del Padre y los Discípulos son los Apóstoles de Jesús. El Padre envió a su Hijo
para realizar la misión de salvar a los hombres y de comunicarles el don de su
Espíritu. Jesús envía a sus discípulos para que continúen en la tierra la
“obra” que Él comenzó, “anunciando a Cristo con gozo y con fuerza, pero
principalmente con el testimonio de la propia vida” (I en A 67)
La vida nueva. “Hermanos os exhorto a que llevéis una vida según del llamamiento que han
recibido”. Es el llamado a la santidad, a vivir como
hijos de Dios, de acuerdo al Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo. ¿Qué
implica vivir este Evangelio? Un estilo de vida que ha sido vivido por Jesús: “Qué abrazó la voluntad de su Padre hasta el
fondo” (cfr Jn 4, 34) “Qué se pasó la vida haciendo el bien y liberando a
los oprimidos por el diablo” (Hech 10, 38) Jesús mismo nos dice: Aprendan de mí
que soy manso y humilde corazón (Mt 11, 29). Pablo nos recuerda: sean siempre humildes y amables; sean
comprensivos y sopórtense mutuamente con amor; esfuércense en mantenerse unidos
en el espíritu con el vínculo de la paz. La vida nueva es la vida que el Padre nos da en su Hijo
Jesucristo, y que Él nos la da por medio de la Iglesia que es su Cuerpo. Por la
Evangelización y por los Sacramentos, todos los hombres tenemos acceso a la
Verdad de Dios y a la Salvación. Pablo le recuerda a su discípulo Timoteo: “Te escribo estas cosas para que sepas como
hay que portarse en la casa de Dios, que es la Iglesia de Dios vivo, columna y
fundamento de la verdad” (1ª de Tim 3, 15)
Este es el trabajo del evangelizador: anunciar a
Cristo y enseñar a vivir en comunión para que los hombres crean y lleguen a ser
discípulos de Jesús. Este es el mandato recibido: “Vayan y enseñen todo lo que les he enseñado, bauticen y hagan
discípulos míos” (cf Mt 28, 19) ¿Qué enseñó Jesús a sus discípulos? Y ¿Qué
nos enseña hoy a nosotros? ¿Cómo nos enseñó Jesús? ¿Basta creer que Jesús nos
amó y murió por nosotros? No basta que la gente crea, todos estamos llamados a
ser discípulos misioneros de Dios en la unidad de la fe. Que nuestro creer en
Cristo se haga confianza, obediencia y servicio al Reino de Dios.
¿Cuál es la finalidad del
trabajo apostólico? La construcción del Reino de Dios en la tierra. Un Reino de amor, de paz y
de justicia. Un Reino que, para pertenecer a él, hay que creer y convertirse.
Este Reino crece en la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo y se manifiesta en la
vida de las comunidades y de los creyentes. Podemos decir que el fin de todo
trabajo apostólico es construir una comunidad fraterna en la cual todos seamos
hijos de Dios y hermanos unos de los otros; en esta comunidad, llamada también
comunidad cristiana, nadie vive para sí mismo, vivimos para Dios y para los
demás o nos excluimos de ella (cf Rm 14, 8). La finalidad del trabajo apostólico
es el honor, la gloria a Dios y el amor y servicio a la Iglesia.
¿Qué es lo propio de esta
comunidad? Lo propio es la Unidad y la
Comunión que se hace Comunidad. “Un solo
cuerpo, y un solo Espíritu. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un
solo Dios y Padre de todos, que reina sobre todos, actúa a través de todos y
vive en todos. Un solo cuerpo, el Cuerpo de Cristo, la Iglesia. No hay
muchos cuerpos, uno solo como una sola es la Iglesia. Un solo Espíritu, el
Espíritu Santo que es el alma de la Iglesia, que la santifica y la guía a los
terrenos de la santidad, del amor, de la entrega y del servicio.
Cada uno de nosotros ha recibido la gracia en la
medida en que Cristo se la ha dado. Es la gracia recibida en el bautismo;
gracia por la cual somos llamados con toda la Iglesia a ser servidores. La
Iglesia existe para servir, para evangelizar, para comunicar a los hombres la
vida de Dios por medio de la Palabra y por medio de los Sacramentos. Para esto
Cristo concede a unos ser profetas, a otros ser apóstoles y a otros ser
maestros. A unos más, ser evangelizadores y a otros ser pastores (cf Ef 4,11).
El profeta es el que abre brecha; tumba monte,
anuncia, denuncia y renuncia a sus propios criterios para predicar los caminos
de liberación y denunciar los caminos de opresión. El apóstol viene después del
profeta a confirmar el trabajo que se ha hecho y a organizar nuevas formas de
trabajo y nuevos ministerios. El maestro profundiza lo realizado por los
carismas anteriores; es un catequista que explica y ahonda las verdades de la
fe. El evangelizador es un sembrador, que siembra y riega los corazones con la
Palabra de Dios, llevando a los hermanos en un proceso de crecimiento a
enamorarse de Jesús. El pastor guía y conduce a los pastos de discernimiento y
conocimiento de Dios.
El pastor es también un acompañante, un amigo que
camina junto con el rebaño dando su vida y enseñando a dar vida con su palabra
y con su testimonio. “Y esto para
capacitar a los fieles, a fin de que, desempeñando debidamente su tarea,
construyan el cuerpo de Cristo.” El desempeñar debidamente la tarea tiene
dos dimensiones que se complementan armoniosamente: “la Gloria de Dios y el
bien de la Iglesia”, el bien de las almas. Por otro lado, no olvidemos las
recomendaciones del Apóstol: “Por esto, investidos de este ministerio por la
misericordia de Dios, no desfallecemos. Antes bien, hemos repudiado el silencio
vergonzoso, evitando proceder con astucia o falsear la palabra de Dios; al contrario,
al manifestar la verdad, nos recomendamos a toda conciencia humana delante de
Dios. Y si todavía se piensa que nuestro Evangelio está velado, lo está para
los que se pierden, para los incrédulos (2 Cor 4, 1- 4).
La unidad en la fe. “La catequesis es el proceso de formación en la fa, la esperanza y la
caridad que informa la mente y toca el corazón, llevando a la persona a abrazar
a Cristo de modo pleno y completo (I en A 69) El objetivo de la Catequesis es llevarnos a la unidad en la fe
y a al crecimiento espiritual: “Hasta que
todos lleguemos a estar unidos en la fe y en conocimiento del Hijo de Dios y
lleguemos a ser hombres perfectos, que alcancemos en todas sus dimensiones la
plenitud de Cristo”. A la unidad en la fe llegamos por la predicación de un
mismo y único Evangelio; por el Bautismo que nos da la fe y que nos quita el
pecado original; por el sacramento de la Reconciliación que nos perdona los
pecados cometidos después del bautismo; por la Eucaristía que nos hace
partícipes de un único Pan, el Pan que el Padre nos da. Para los creyentes la
unidad de la fe se rompe con el pecado y se restituye por el camino del
arrepentimiento. La Iglesia es para nosotros el Sacramento de la unidad y de la
comunión con Dios y con los hombres.
¿Cómo llegar al conocimiento
del Hijo de Dios? Hay que superar la justicia de los fariseos, su
estilo de vida y su religión (cfr Mt 5,20). En la escuela de Jesús aprendemos a
ser discípulos, para un día llegar a ser apóstoles. El conocimiento de Cristo
no está expuesto a la superficialidad ni a la charlatanería. “El Señor quiere
misericordia y no sacrificios”. “Todo el que ama conoce a Dios y ha nacido de
Dios” (1 de Jn 4, 7). A Dios podemos conocerlo, amarlo y servirlo si guardamos
su palabra, sus mandamientos y su doctrina (Jn 14, 21-23). Esto nos lleva a
decir que la práctica de las virtudes es el camino más confiable para conocer
al Hijo de Dios. Las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad.
Luego la humildad, la amabilidad, la solidaridad, la mansedumbre… Quien
practica estas y otras virtudes cristianas se reviste de luz; se reviste de
justicia y santidad (Ef 4, 24); se reviste de Jesucristo (Rm 13, 14), es el
traje de bodas del cual nos habla el Evangelio.
¿Cómo llegar a la Plenitud
de Cristo? San Pablo nos hace una bella exhortación: “Ser hostias vivas, santas y agradables a
Dios” (Rm 12, 1) ¿Cómo llegar a serlo? “Sin la comunión con Jesucristo no
hay trasformación del corazón”. Lo que
exige romper la amistad con el mundo; muriendo cada día al pecado y dando
muerte a las pasiones y deseos desordenados;
renovando la mente y el corazón y siguiendo las huellas de Jesús; siendo
servidores de la verdad, de la vida, de la palabra; dando misericordia a los
débiles; aceptando las contradicciones que la vida nos presente; ofreciendo con
Cristo al Padre nuestro sacrificio espiritual: aceptar la voluntad de Dios y
someterse a ella; sufriendo con Cristo para también reinar con Él. “No vivo yo, es Cristo el que vive en mí, y
la vida que ahora vivo la vivo de mi fe en el Hijo de Dios que me amó y se
entregó por mí” (Gál 2, 19-20). Ser hostia viva exige abrazar la cruz con
amor y aceptar la voluntad de Dios para nuestra vida al estilo de María, de
Mateo, de Pablo y miles y miles de cristianos que se animaron a vivir la
aventura de la fe: vivir el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo sin
componendas.
¿Cómo vivir la vida
apostólica? Abrazamos la voluntad de
Dios con amor en cada circunstancia de nuestra vida, siendo dóciles a la acción
del Espíritu, en la entrega, donación y servicio al Pueblo santo de Dios. Pablo
nos hace tres exhortaciones: “Soporta
las fatigas conmigo como un buen soldado de Cristo”. El apóstol tiene que estar
dispuesto a pagar el precio por liberar a los hombres de la opresión del
Maligno. “Y lo mismo el atleta no
recibe la corona sino ha competido según el reglamento.” Al apóstol lo que se
le pide es que sea fiel a la multiforme gracia de Dios. “Y el labrador que trabaja es el primero que tiene derecho a
percibir los frutos de la cosecha” (2 Tim 2, 2-6). Ser el primero en creer; el
primero en vivir lo que ha creído y en anunciar y trasmitir las experiencias
vividas.
Ahora podemos deducir cual
es el alma de todo apostolado: “El amor de Cristo”. La Caridad que inflama el corazón del apóstol y lo
dispone para que tenga la triple disponibilidad: hacer la voluntad del Padre,
ir al encuentro de un hermano concreto para iluminarlo con la luz del Evangelio
y la disponibilidad de dar la vida por realizar los dos objetivos anteriores.
La Caridad pastoral es fuente de motivaciones y es fuerza que impulsa a la
“misión”, al “servicio” a la “entrega” y a la “donación” en el Nombre del Señor
Jesús a favor de los más débiles, de los menos favorecidos.
Apóstol es aquel que ha sido enviado, teniendo
presente que primero fue llamado a ser discípulo (Mc 3, 13); realidad que nunca
se debe abandonar. El discipulado es tarea permanente. El único Maestro es
Jesús, que elige, llama, capacita y envía a quienes se han dejado “lavar los
pies: amar y enseñar por Él.
María, Señora del Sagrado Corazón ruega por nosotros.
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