2.
Origen y crecimiento de las Virtudes Teologales.
Objetivo: Mostrar que las virtudes teologales son manifestación de la gratuidad de
la fe como don inmerecido que viene de lo Alto para que el cristiano pueda
vivir como hijo de Dios y hermano de los demás.
Iluminación: “El que conoce mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama, y a
ese lo ama mi Padre, y yo también lo amo, y venimos y nos manifestamos en él”
(cfr Jn 14, 21).
1.
El origen de las Virtudes Teologales.
Las Virtudes Teologales nacen y crecen en el
corazón del hombre gracias a la pedagogía del Espíritu Santo y a la cooperación
de la voluntad humana. No podemos provocar la aparición y el crecimiento de
ninguna de ellas. Nuestras recetas no son válidas sin la acción del Divino
Espíritu. “El viento sopla donde quiere” (Jn 3, 8). Sin embargo, la Sagrada Escritura
nos recuerda el origen de la Fe: “La fe viene de lo que se escucha, y lo que se
escucha es la palabra de Cristo” (Rm 10, 17). El mismo Jesús dice a los judíos
que habían creído en él: “Permanezcan unidos a mi Palabra y seréis mis
discípulos, conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8, 31-32). El
origen de la fe es la Evangelización
que nos lleva al conocimiento de la Verdad (cfr 2Tim 2, 4).
2.
Lo primero: Creer en Jesús.
“La Fe viene de lo que se escucha, la Palabra de
Cristo” (cfr Rm 10, 17). La semilla del Reino es la Palabra de Dios, portadora
de la unción del Espíritu Santo, (cf Jn 16, 8) que cuando es aceptada como
Palabra de Dios, su primer trabajo es llevarnos a la “muerte” (Reconocimiento
de nuestras miserias; al arrepentimiento y a la conversión a Cristo, para que
pueda darse el nuevo nacimiento (cfr Jn 16, 7-9).
La fe es una llamada de Dios que nos invita a la
conversión y por ende a la santidad. La misma fe es conversión; es la vuelta a
Dios y a su reino. La Virtud Teologal de
la fe, nace en la escucha de la Palabra y crece en la obediencia a la Voluntad
de Dios, expresada y manifestada en los Mandamientos, especialmente, el
Mandamiento del Amor (Jn 13, 34- 35). No esperemos un crecimiento automático y
rápido, sino lento y progresivo, como el del “grano de mostaza” que siendo la
más pequeña de las semillas del huerto, cuando nace y crece, llega a ser un
árbol grande que cobija a muchos bajo sus ramas (cfr Mc 4, 31).
3.
Lo segundo: esperar en Jesús.
El Encuentro con Cristo en la fe, nos llena de
Esperanza. Esta Esperanza no es un concepto, es una Persona: Es Dios. Cristo
vino a traernos a Dios: “Vengo para que tengan vida y la tengan en abundancia”
(Jn 10, 10). La virtud Teologal de la Esperanza es el ámbito vital para que
crezca la virtud de la Caridad. Cuando se acaba la Esperanza el amor se enfría,
se debilita y muere, para dar lugar nuevamente al dinamismo del pecado.
4.
Lo tercero: Amar Jesús.
Una fe sin obras está muerta nos dice la carta de
Santiago (2, 14). El Señor Jesús nos invita a pensar donde hay fe verdadera:
“El que conoce mis Mandamientos y los guarda, ese es el que me ama, y mi Padre
amará al que a mí me ama, y yo también lo amaré y me mostraré a él” (Jn 14, 21).
San Pablo, el experto en el tema de las Virtudes
Teologales, en la carta a los Gálatas nos muestra la unidad que existe entre
ellas: “Pues a nosotros nos mueve el Espíritu a aguardar por la fe los bienes
esperados por la justicia… lo único que vale es la fe movida por la caridad
(Gál 5, 5-6). En la carta a los Efesios el Apóstol nos explica con toda
claridad, no sólo el origen, sino también su desarrollo que nos lleva a la
plena madurez cristiana:
V Hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe,
V y del conocimiento pleno del Hijo de Dios,
V Al estado del hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo (Ef
4, 13).
5.
El Conocimiento de Dios.
El crecimiento en el conocimiento de Dios se
alcanza mediante “La guarda de sus Mandamientos” (1 Jn 2,3- 4) y la práctica de
las virtudes cristianas especialmente la virtud de la caridad (2 Pe 1, 5ss).
Sin el cultivo de la Virtudes Teologales y de las virtudes cardinales o morales
no hay conocimiento personal de Dios y de su Plan de Salvación.
El Encuentro liberador y gozoso en la fe con Cristo
nos llena de Esperanza y Amor, ya que es un encuentro “justificador”, que nos
hace gratos y agradables a Dios (Rm 5, 1-5). De la misma manera podemos afirmar
que el vacío existencial en el interior del hombre es una manifestación de
ausencia de Fe, es muerte espiritual, es caer en el infantilismo contra el
cual nos alerta el Apóstol: “Para que no
seamos ya niños, llevados a la
deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina, a merced de la malicia
humana y de la astucia que conduce engañosamente al error” (Ef 4, 14- 15).
6.
La unidad de las tres Virtudes.
La Esperanza es la
sustancia de la Fe, y ésta, llegada a su madurez es Amor (Gál 5, 6). El Amor necesita de la Esperanza, y ésta se fundamenta en la Fe. Ninguna
de las tres Virtudes Teologales es capaz de existir sin las otras: son
inseparables. De las tres, la más grande es la Caridad, pero la más importante
es la Esperanza. Cuando se termina la Esperanza, el Amor se enfría para dar
paso a las “obras de la carne”. Un hombre sin Esperanza es un hombre sin Amor.
Sin Esperanza, lo único que hay en el hombre, es miseria.
Para San Pablo, la vida cristiana es don de Dios y
es lucha contra el mundo, el maligno y la carne (cfr Ef 2, 1-3) “Don y lucha”.
Razón por la que nos dice: “Fortaleceos
en el Señor con la energía de su poder” (Ef 6, 10ss).
El modo para fortalecernos en la gracia de Dios
es mediante la práctica de las virtudes teologales: “Revestidos con la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de la
esperanza de la salvación” (1Tes 5, 8). En la misma carta el apóstol nos
habla de la unidad de obras, trabajos y esfuerzos de la fe, la esperanza y la
caridad (1Tes 1, 3). En el himno a la caridad, San Pablo nos habla de la
inseparabilidad en esta vida de las tres virtudes: “Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la
mayor de todas ellas es la caridad” (1Cor 13, 13)
Sin la Caridad no hay Esperanza ni hay Fe.
7. ¿Qué
significa ser cristiano?
A la luz de la Virtudes Teologales, cristiano es
aquel que cree en Dios y le cree a Dios. Todo lo espera de él y abre su corazón
al amor a Dios y al prójimo. El cristiano es portador de una presencia
transformadora: el amor de Dios, fuerza para salir de sí mismo para darse a los
demás. Por eso la fe cristiana implica:
Creer en
Dios. La virtud de la fe tiene tres apoyos que se
interrelacionan mutuamente: La confianza en Dios, la obediencia a su Palabra y
la pertenencia al Señor. Sólo de esta manera podremos realizar el objetivo de
la fe: Dar gloria y honra a Dios y amar y servir al prójimo.
Esperar
todo de Él. La virtud de la esperanza se apoya en la fe y
descansa en la Caridad, en el Amor de Dios.
Amar a Dios
y al prójimo. La Caridad se apoya en la Fe y en la Esperanza,
son sus siervas.
El cristiano es un hombre de Fe, Esperanza y
Caridad. Es alguien que no vive para sí mismo, no se pertenece, tanto en la
vida como en la muerte es del Señor. El cristiano por la Fe, se adhiere a la
verdad que nos presenta la Sagrada Escritura. Por la esperanza, se convierte un
portador de una presencia nueva que lo hace capaz de padecer y sufrir por
Cristo. Por la caridad, es capaz de darse en servicio y ofrecerse como hostia
viva por amor a Dios.
Dios por las Virtudes Teologales habita en el
corazón de sus hijos. San Juan nos dejó este hermoso legado: “El que conoce mis mandamientos y los
guarda, ese es el que me ama, y a ese lo ama mi Padre, y yo también lo amo, y
venimos y habitamos en él” (cfr Jn 14, 23). San Pablo al hablarnos de la fe
nos dice: “Que Cristo habite por la fe en
vuestros corazones… para que cimentados y enraizados en el amor…” (Ef 3, 17).
Cristo ha venido a traernos a Dios: “Vengo para que tengan vida en abundancia”
(Jn 10, 10). “He venido a encender un
fuego sobre la tierra” (Lc 12, 49). ¿De qué fuego se trata? Es el fuego del
amor de Dios; es el fuego del Espíritu; es el fuego de la Evangelización. Esa
presencia que Cristo siembra en nuestros corazones se llama Esperanza, con
mayúscula. Ésta Esperanza no es un objeto, es una Persona, con palabras de
Pablo afirmamos: “Cristo es nuestra Esperanza”. Cristo nos da de los suyo:
Espíritu Santo que guía a los hijos de Dios, los libera y santifica para que
puedan participar de la naturaleza divina (cfr 1Pe 1, 4).
8. Los
enemigos de las Virtudes Teologales.
Los enemigos son muchos, son verdaderos ladrones
que impiden la realización del cristiano y el crecimiento del Reino en la vida
de los hijos de Dios. Podemos decir que existen dos clases de hombres. Unos son
poseedores de “esperanza”: Saben, que, no obstante, son pecadores, y pecan,
tienen un Dios que es Padre Misericordioso, que les ama, les perdona y les
salva. Otros, en lugar de esperanza tienen “miseria”. Y cuando caen en
situaciones de desgracia, se desesperan, se desilusionan, se desmoronan y
buscan salidas falsas como el suicidio. Todo pecado es enemigo de la fe, de la esperanza
y de la caridad. Podemos resaltar como enemigos de la “Vida espiritual” los
siete pecados capitales.
Todos y cada uno, son enemigos mortales de los
fieles creyentes. Cada uno de ellos son verdaderas barreras que impiden que el
hombre viva en comunión con Dios y con los demás hombres. La soberbia, es el
peor enemigo de la fe; la avaricia, es el enemigo por excelencia de la caridad.
La lujuria, asesina la esperanza de la vida en Cristo; la ira, es fuente de
crímenes; la envidia, es fuerza que mata y asesina para destruir a los hombres
y quitarles lo que tienen; la gula, es causa de enfermedades y de pobreza,
mientras que la pereza, es fuente de deshumanización, de pobreza y de miseria.
Todos los pecados capitales son impedimentos para que la persona alcance su
plenitud, en la donación y entrega a los demás. Frutos de los pecados capitales
son entre otros:
El individualismo y el relativismo. El primero me lleva a vivir para sí mismo, buscando solo la propia
comodidad. El segundo me hace amar y aceptar tan solo a los que están al
servicio de mis intereses personales: lo que me deja placer, tener o me lleva
al poder. Los demás son valorados por lo
que tienen y por el bien que me pueden dejar. Una gran mentira.
La superstición. La superstición
aparta de la verdadera fe en el Dios uno y Trino que se ha manifestado en
Jesucristo, Salvador y Redentor del hombre. Creencias en horóscopos, en la
adivinación, encantamientos, brujería, hechicería, espiritismo, espiritualismo,
ocultismo, etc. La palabra de Dios prohíbe rotundamente todas estas prácticas:
“cuando vayas a entrar al país que yo te voy a dar, no imites las horribles
costumbres de esos pueblos…” (Dt 18, 12ss), San Pablo, nos alerta diciendo: “Algunos apostatan de la fe, entregándose a
espíritus engañadores y a prácticas diabólicas” (1Tim 4, 1).
El ateísmo teórico. Esta corriente niega la existencia de Dios. Para el ateo Dios es un
estorbo, es un freno que impide que el hombre viva a su manera. Fruto del
ateísmo teórico es la “inversión de valores”, madre de la “idolatría” y del
“vacío existencial”. Hay quienes niegan la existencia del Dios vivo y
verdadero, pero se hacen sus dioses a su manera: los dioses del poder, placer o
tener que ayudan al hombre a sentirse dios.
El ateísmo práctico. Se cree en Dios, pero, se vive como si Dios no existiera. El ateísmo
práctico es fuente de descomposición humana: embota la mente, endurece el corazón, lleva a la pérdida de la moral
y al desenfreno de las pasiones (Ef 4, 17ss). Los ateos prácticos de
hecho, realizan algunas obras de piedad, pero, mezclándolas con las obras de la
carne (cfr Gál, 5, 19-21), resultando así, la enfermedad espiritual de la
“tibieza” que no es grata a Dios, de acuerdo a las palabras de Apocalipsis
(Apoc 3, 16). El ateísmo práctico lleva a muchos creyentes a la impiedad, al
dominio de las pasiones, a la opresión, explotación y a la práctica de las
injusticias de unos para con otros (cfr 2Tim 2, 12).
El secularismo. Es el alejamiento de lo sagrado, es el desprecio a la verdad: el
abandono de Dios, de los sacramentos y de la Iglesia para caer en la impiedad,
en la idolatría. Pero, a la vez, es fuente del “Caos” que se vive tanto, a
nivel personal, como familiar, social, nacional e internacional. San Pablo nos
alerta cuando nos dice: “En los últimos días sobre vendrán momentos difíciles;
los hombres serán egoístas, avaros, fanfarrones, etc. (2Tim 3, 1-5).
La pérdida del sentido del pecado. Causa de la pérdida del sentido del pecado es la falsa imagen que se
tiene de Dios, del hombre, de la vida, y es a la vez, fruto de la experiencia
personal del pecado. Cuando se ha perdido el sentido del pecado, todo es
válido, todo es permitido, a lo bueno se le llama malo y a lo malo se le llama
bueno. Se cae en la impiedad y en la irreligiosidad de la que nos habla el
apóstol Pablo (Rm 1, 18ss).
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