1. De la Vieja Ley al Evangelio de la Gracia
Iluminación:
Que el hombre nuevo vive conforme a la Palabra de Dios, manifestada en la
persona de Cristo y en su Evangelio
Una lucha,
una división interior
47. Cada
persona lleva dentro de sí una imagen ideal de sí mismo que le dice cómo
debe ser. La realidad de cada día, sin embargo, es bien distinta: aparecen los
fracasos, los fallos, las limitaciones. En distintos órdenes de la vida
(trabajo, conocimiento, vida espiritual...) el hombre tiene la tendencia a
superarse. Una vez conseguida una meta, desea ir más allá, y se propone metas
superiores. En el orden moral el hombre siente con frecuencia la contradicción
entre lo que en conciencia sabe que debe ser su conducta y lo que realmente es.
Se debate en una lucha interior en la que no podrá salir victorioso con sus
propias fuerzas.
"El
bien que quiero hacer, no lo hago"
48. San Pablo
expresa esta división interior en estos términos: "querer lo bueno
lo tengo a mano, pero el hacerlo, no. El bien que quiero hacer, no lo
hago; el mal que no quiero hacer, eso es lo que hago. Entonces, si hago
precisamente lo que no quiero, señal que no soy yo el que actúa, sino el pecado
que habita en mí. Cuando quiero hacer lo bueno, me encuentro inevitablemente
con lo malo en las manos. En mi interior me complazco en la ley de Dios, pero
percibo en mi cuerpo un principio diferente que guerrea contra la ley que
aprueba mi razón, y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mi
cuerpo. ¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo presa de la
muerte? Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, y le doy gracias" (Rm
7, 18-25).
"Sin
mí, no podéis hacer nada"
49. Toda
persona tiende al bien, pero encuentra en sí misma una cierta incapacidad,
una esclavitud, de la que es, al propio tiempo, responsable y víctima. Como
dice el Concilio Vaticano Il, "toda la vida de los hombres, individual o
colectiva, se nos presenta como una lucha realmente dramática, entre el mal y
el bien, entre las tinieblas y la luz. Más aún, el hombre se encuentra
incapacitado para resistir eficazmente por sí mismo a los ataques del mal,
hasta sentirse como aherrojado entre cadenas" (GS 13). Tomar
conciencia de esta situación fundamental es el punto de partida, realista y
esencial, para la profundización religiosa. Si no se reconoce la propia
incapacidad, difícilmente se confesará la necesidad de la salvación y de la
gracia. "Sin mí, no podéis hacer nada", dice Jesús (Jn 15, 5).
Impotencia
de la naturaleza y de la ley para justificar a los hombres. Función de la ley
50. Tal
incapacidad se manifiesta como la impotencia de la naturaleza y de la Ley
para justificar a los hombres, para calmar, por propia cuenta, la
insaciable sed de dignidad, de paz y de justicia que brota del corazón humano
(Cfr. GS 39). Como dice el Concilio de Trento, hasta tal punto una humanidad
sin Cristo es "sierva del pecado" (Rm 6, 20) que "no sólo los
paganos por la fuerza de la naturaleza, mas ni siquiera los judíos por la misma
letra de la Ley de Moisés podían librarse o levantarse de tal estado, si bien
en ellos no estaba extinguido el libre albedrío aunque sí atenuado y desviado
en sus fuerzas" (DS 1521). Más aún, el Concilio de Trento declara anatema
a todo aquel que dijere "que el hombre puede quedar justificado ante
Dios por sus obras, realizadas ya por las fuerzas de la naturaleza humana, ya
por la doctrina de la Ley, sin la gracia divina que viene por Jesucristo"
(DS 1551).
En esta
situación, la función de la Ley es doble: da el conocimiento del pecado (Rm
3, 20) y, además, remite hacia Cristo (Ga 3, 24).
Con la
gracia podemos y debemos cumplir los mandamientos
51. La
impotencia de la naturaleza y de la Ley para justificar a los hombres no
significa que el hombre no deba observar los mandamientos. Con la gracia
podemos y debemos cumplirlos. Así lo dice también el Concilio de
Trento: "Nadie..., aunque esté justificado, debe considerarse libre de la
observancia de los mandamientos. Nadie debe usar aquella expresión temeraria y
prohibida por los Padres, bajo anatema, de que la observancia de los preceptos
de Dios es imposible al hombre justificado. Pues Dios no manda cosas
impasibles, sino que al mandar te invita a hacer lo que puedes y a pedir lo que
no puedes, y te ayuda para que puedas. Sus mandamientos no son pesados (1 Jn
5, 3), su yugo es suave y su carga ligera (Mt 11, 30). Los que son hijos
de Dios aman a Cristo, y los que le aman, corno él mismo atestigua, guardan
sus palabras (Jn 14, 23), cosa que les es posible con la ayuda de
Dios" (DS 1536).
El Evangelio
de Jesús
52. El Antiguo
Testamento nos habla de la Ley dada por Dios al pueblo de Israel en el monte
Sinaí. Es el Decálogo, la Ley de la Antigua Alianza de Dios con su pueblo. El
Decálogo es resumen de las normas fundamentales de conducta que deben ser
observadas por todo hombre de conciencia recta. A lo largo de la historia del
pueblo de Israel, se fueron introduciendo múltiples interpretaciones y
preceptos que muchas veces reducían la Ley de Dios a un formalismo legalista.
La actitud de
Jesús frente a la Antigua Ley es clara: "No penséis que he venido a abolir
la Ley y los profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento" (Mt
5, 17). Si se opone a la tradición de los antiguos, cuyos promotores
son los escribas y fariseos (Cfr. Mt 5, 20), es porque esa tradición, al menos
de hecho, lleva á los hombres a violar la Ley, y a anular la Palabra de Dios
(Mc 12, 28-34). Sin contradecir en modo alguno, el ideal moral del Decálogo,
Jesús lo explica, lo interpreta y lleva a la perfección a la que se orientaban
sus tendencias germinales. Así sucede cuando proclama la superioridad del
hombre sobre el sábado (Mc 2, 23-27), la fidelidad del corazón (Mt 5, 27-28),
la profunda sinceridad cristiana (Mt 5, 33-37), el amor al enemigo (Mt 5,
38ss).
En el
Evangelio subsiste y se confirma el ideal moral de los mandamientos:
"hasta la última i"
53. Con Jesús
permanece el ideal moral del Antiguo Testamento, que debe ser cumplido hasta la
última i: "Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase
una i o un ápice de la Ley, sin que todo se haya cumplido" (Mt
5, 18). Con el Nuevo Testamento, ciertamente, se vienen abajo las normas
jurídicas y cultuales pertenecientes a las instituciones de Israel, pero el
ideal moral de los Mandamientos no sólo subsiste, sino que se confirma en su
dimensión más sustancial y genuina que, al ser substraída, se purifica de los
posibles lastres contraídos en el curso histórico: los lastres de las tradiciones
humanas. El Nuevo Testamento resume el ideal moral antiguo en el precepto
del amor, que es la consumación y la plenitud de la Ley.
"En
esto consiste el amor a Dios: en que guardemos sus mandamientos"
54. El
Decálogo, núcleo de la Ley mosaica, don de Dios a su pueblo, conserva todo su
valor en la Nueva Ley. En el plan de Dios el Decálogo no estaba destinado sólo
al Israel según la carne, sino también al Israel según el Espíritu. Cristo
recuerda estos mandamientos, los completa y perfecciona (Mt 5, 17; Mc 10,
17-21). La polémica de San Pablo contra la Ley no afecta a estos deberes
esenciales para con Dios y para con el prójimo. San Pablo recuerda los
mandamientos divinos sobre el culto que se debe a Dios: condena la idolatría,
la participación en las fiestas paganas (Cfr. 1 Co 8, 4; Ga 4, 8; Rm 1, 23ss;
1, Co 10, 19). Y los mandamientos llamados de la segunda tabla, es decir, los
que se refieren al prójimo, se resumen, según San Pablo, en la caridad fraterna,
pues el que ama al prójimo ha cumplido la Ley. En efecto, "el no cometerás
adulterio, no matarás, no robarás, no envidiarás, y los demás mandamientos que
hay, se resumen en esta frase: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Uno que ama
a su prójimo no le hace daño; por eso amar es cumplir la ley entera" (Rm
13, 9-10).
Par su parte,
la primera carta de San Juan subraya la relación esencial que existe entre el
conocimiento de Dios y la práctica de sus mandamientos: "Quien
dice: yo le conozco y no guarda sus mandamientos es un mentiroso y la verdad no
está en él" (1 Jn 2, 4). Por el contrario, "quien guarda
su Palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud" (1
Jn 2, 5). El conocimiento de Dios y la comunión de amor y de vida con El no se
dan sino en el que cumple sus mandamientos. "Quien guarda sus mandamientos,
permanece en Dios y Dios en El" (1 Jn 3, 24). Amar a Dios implica amor al
prójimo. Y el amor al prójimo no es verdadero si no radica en el amor a Dios:
"En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y
cumplimos sus mandamientos. Pues en esto consiste el amor a Dios: en que
guardemos sus mandamientos" (1 Jn 5, 2-3). Amar a Dios es
cumplir los mandamientos y, en especial, la caridad fraterna.
Más allá de
la ley y de los profetas un ideal mayor insuperable
55. El
Evangelio de Jesús 'presenta un ideal mayor que el del Antiguo Testamento. Va
más allá de la Ley y los profetas. Es la prolongación de ley divina llevada a
las últimas consecuencias. Es la perfección y el cumplimiento de la Ley. El
estilo del Evangelio es éste: "Habéis oído que se dijo..., pues yo os
digo".
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