LA CONVERSIÓN ES UN ANHELO DE TODO HOMBRE.
Objetivo: despertar en los hombres el deseo de cambiar
de vida; de orientar su vida hacia lo real y verdadero para que, aceptando el
Plan que Dios le propone, se convierta en protagonista de su propia historia.
Iluminación: "Uno
tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo
encontró. Dijo entonces al viñador: Ya ves: tres años
llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera., y no lo encuentro.
Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde? Pero el viñador
contestó: Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré
estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás" (Lc
13, 6-9).
1. ¿Le es posible al hombre cambiar?
El hombre se pregunta: ¿Puedo
ser diferente? ¿Puedo cambiar? ¿Cómo salir de esta situación? ¿Es posible? Algunos
se creen que ya están hechos y terminados. Otros se conforman con ser así… Para
ellos no hay futuro, porque no hay necesidad de conversión. Sólo cuando Dios
irrumpe en la vida de los hombres, nace el anhelo del cambio, de búsqueda, de
una mejor calidad de vida.
Lo normal sería que a todo hombre le gustara cambiar,
ser diferente, mejorar, pero ¿por qué no se decide a cambiar? ¿Qué es lo
que le impide ser distinto de cómo es? Le gustaría confiar en los demás y, sin
embargo, se defiende de ellos con violencia. Quisiera amar a los otros y por
otro lado les rechaza. Quisiera ser libre, pero se esclaviza del mal, de las
cosas y de las personas. Podría servir a la humanidad para que ser feliz y, por
otra parte, intenta dominarla. Querría amar a Dios y, sin embargo, se sirve de
Él; se fabrica sus propios ídolos. Ante las dificultades que experimenta, surge
la pregunta: ¿le es posible al hombre cambiar?
2. Nicodemo: "Habría que nacer de
nuevo. "Jesús: "Tenéis que nacer de lo alto."
Nicodemo es maestro en Israel. De todo lo que dice y
hace Jesús, ha entendido solamente una cosa: que Dios está con él y que,
por tanto, es todo un maestro. Pero le resultan las palabras de Jesús
verdaderamente extrañas: ¡Nacer de lo alto! "¿Cómo puede nacer un
hombre siendo viejo? ¿Acaso puede por segunda vez entrar en el vientre de su
madre y nacer? ¿Cómo puede suceder eso?" (Jn 3, 4.9). Nicodemo se asombra
de que Jesús venga diciendo: Tenéis que nacer de lo alto. La buena nueva
de un nacimiento del Espíritu le resulta un lenguaje absolutamente desconocido.
3. Dios quiere que el mundo se convierta y se
salve
El hombre, por sí solo, no puede cambiar hasta el
punto de alcanzar la condición de hijo de Dios. Sin embargo, la respuesta que
Cristo da a Nicodemo anuncia al hombre, metido en esa situación irredenta, la
posibilidad de salir de ella: "Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para
juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él" (Jn 3, 17). El
corazón de Dios no es el corazón del hombre, y el Santo no gusta de destruir
(Os 11, 8-9), lejos de querer la muerte del pecador, quiere su
conversión para poder prodigar su perdón, porque sus caminos no son
nuestros caminos, y sus pensamientos rebasan nuestros pensamientos en toda la
altura del cielo (Is 55, 7-9).
4. La misión de Jesús frente a la dureza de
corazón
Cristo ha venido al mundo para llamar a los pecadores
a la conversión (Le 5, 32): este es el aspecto esencial del Evangelio. Por lo
demás, el hombre, que toma conciencia de su estado de pecador, puede volverse a
Jesús con confianza, pues "el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra
para perdonar los pecados" (Mt 9, 6ss). Pero el mensaje de conversión
tropieza con la dureza del corazón humano bajo todas sus formas: desde el apego
a las riquezas (Mc 10, 21-25) hasta la soberbia seguridad de los fariseos (Lc
18, 9).
5. Convertirse: un corazón nuevo, un hombre nuevo
Convertirse es romper con todo lo que separa de Dios,
abandonar el mal camino que aleja de Él, según la fórmula de Jeremías: "Volveos
cada cual de su mal camino" (Jr 18, 11). Convertirse es cambiar
profundamente, adquirir "un corazón nuevo y un espíritu nuevo", como
anuncia Ezequiel (Ez 18, 31). Tal conversión supone una nueva
creación, un hombre nuevo (Col 3, 10), algo que sólo puede
venir de la iniciativa de Dios, aunque exige al mismo tiempo una decisión
auténtica por parte del hombre, como dice el profeta Jeremías: "Hazme
volver y volveré, pues tú, Yahvé, eres mi Dios" (Jr 31, 18).
6. Desde Cristo, convertirse es convertirse a Cristo
Jesús comienza su predicación a la manera de los
grandes profetas: "Convertíos porque está cerca el Reino de los
Cielos" (Mt 4, 17). Sin embargo, a pesar de las apariencias, hay un
hecho que supone una novedad decisiva: el Reino de Dios se encarna en su
Persona. En adelante, pues, convertirse es convertirse a Cristo. Quien
no cree en Cristo, se está condenando a sí mismo: "El que cree en él, no es condenado; pero el que no cree, ya está
condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. Y la
condenación está en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las
tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas" (Jn 3, 18-19).
7. Jesús invita a la conversión y la suscita
Jesús no sólo invita a la conversión a todos los que
la necesitan (Lc 5, 32), sino que suscita esta conversión (Zaqueo, Lc 19,
1-10), revelando que Dios es un Padre que tiene su gozo en perdonar (Lc 15)
y cuya voluntad es que nada se pierda (Mt 18, 12 ss.). Jesús no sólo anuncia
ese perdón al que se abre a la fe con arrepentimiento y humildad (Lc 7,
47-50 y 18, 9-14), sino que además lo ejerce y testimonia con sus
obras. Dispone de este poder reservado a Dios de perdonar los pecados (Mc 2,
5-11). Cristo ama como Dios, perdona como Dios y crea como Dios. Cuando
Cristo concede al hombre el perdón de Dios, transforma realmente al hombre y,
en cierto modo, lo crea de nuevo. Sólo el Espíritu de Dios —que es también
Espíritu de Cristo— puede hacer que surja un hombre distinto: el hombre que se
deja guiar por el Espíritu de Dios y que se convierte así en hijo de Dios (Rm
8, 14) y hermano de los hombres (Mt 18, 21 ss.; 22, 39-40).
8. La fe y la conversión, don del Padre
La fe y la conversión suponen un don que, en
último término, procede del Padre. Jesús recuerda esto a quienes murmuran, se escandalizan
y no creen. Esto es algo así como el abecedario evangélico: "Nadie
puede venir a mí, si no se lo concede el Padre" (Jn 6, 65). Es lo
primero que hay que saber o, mejor, lo primero que hay que aceptar y reconocer.
Quien no da ese paso, se queda fuera. No se trata tanto de una conquista del
hombre, cuanto de la aceptación y acogida de un plan y de una historia
de salvación que, en último término, procede del Padre (Jn 6, 37 ss.).
9. La conversión algo progresivo y dinámico
San Pablo, testigo del poder de Dios que lo transforma
de perseguidor en apóstol nos dice: “En efecto, cuando todavía estábamos sin
fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos” (Rom 5, 6) Sin
fuerza para vencer el pecado y sin fuerza para hacer el bien. Es fuerza es el
Espíritu Santo que no habíamos recibido porque no habíamos creído en Jesús. Fuerza
que recibimos en el Encuentro con Cristo. Una primera etapa es de iluminación que nos
lleva a tomar conciencia de nuestra pecaminosidad. Luego comienza en nuestro interior por la
acción del Espíritu Santo nos anhelos de separación y los deseos de abandonar
el pecado. Para después de llevarnos al encuentro con Cristo y recibir con el
perdón de los pecados, una nueva efusión de Espíritu Santo que da lugar al inicio
de la Nueva vida que nos hará conocer los frutos de la fe (cfr Gn 1, 1ss).
La conversión se realiza en el contexto de una historia
de salvación. Según ello, no aparece como algo puntual y estático, sino
como algo progresivo y dinámico. Como dice San Pablo: "Todos
nosotros nos vamos transformando, conforme a la acción del Señor y cada vez
tenemos más de su gloria" (2 Co 3, 18). En el lenguaje parabólico del
Evangelio, el Reino de los Cielos, que aparece en medio de nosotros
inseparablemente de la conversión del hombre, es semejante a una semilla
destinada a crecer: Decía también: “¿Con
qué podremos comparar el Reino de Dios, o con qué parábola lo
explicaremos? Es como un grano de
mostaza que, en el momento de sembrarlo, es más pequeño que cualquier semilla
que se siembra en la tierra. Pero una vez sembrado, crece y se hace mayor que
todas las hortalizas, y echa ramas tan grandes que las aves del cielo anidan a
su sombra” (Mt 13, 31-32).
10. El cristiano está siempre en proceso de
conversión.
El Concilio Vaticano II, hablando de evangelización
y conversión, distingue entre una conversión inicial y un cambio
progresivo de sentimientos y de costumbres que paulatinamente debe
manifestarse después (durante el catecumenado): "Esta conversión hay que
considerarla ciertamente inicial, pero suficiente para que el hombre perciba
que, arrancado del pecado, es introducido en el misterio del amor de Dios,
quien lo llama a iniciar una comunicación personal con Él en Cristo. Puesto
que, por la acción de la gracia de Dios, el nuevo convertido emprende un camino
espiritual por el que, participando ya por la fe del misterio de la muerte y de
la resurrección, pasa del hombre viejo al nuevo hombre perfecto en Cristo.
Trayendo consigo este tránsito un cambio progresivo de sentimientos y de
costumbres, debe manifestarse con sus consecuencias sociales y desarrollarse
paulatinamente durante el catecumenado" (AG 13).
11. La gracia nos transforma y hace capaces de amar.
Si la situación de cada uno puede cambiar por medio de
una conversión es porque Cristo nos ha redimido con su pasión, muerte y
resurrección. En virtud de su acción redentora Cristo nos ofrece la gracia del
perdón de Dios y el don del Espíritu Santo. Cristo está presente en la Iglesia
y actúa especialmente a través de la proclamación que la Iglesia hace de la
palabra de Dios y particularmente en los sacramentos. Por la gracia de Cristo
podemos superar nuestra incapacidad para amar a Dios por encima de todas las
cosas, liberamos de nuestros pecados, convertirnos, vivir como hijos de Dios.
El Espíritu Santo, enviado por el Padre y por el Hijo, no sólo nos inclina a
responder con generosidad a la llamada de Dios sino que, si correspondemos a la
gracia de Dios, nos transforma en lo más profundo de nuestro ser y nos hace
verdaderamente partícipes de la vida de Dios y Dios mismo se entrega a nosotros
como un don.
12. Para
que no lo olvidemos.
Cuando el Señor irrumpe en la vida de un pecador para
asociarlo a su obra de salvación no viene con las manos vacías lleva en sus
manos lo que todo pecador necesita para que se realice en él la “obra redentora
de Cristo”. Permitamos al profeta Oseas iluminarnos en nuestra reflexión:
“Por eso voy a seducirla: voy a llevarla al desierto y
le hablaré al corazón. Allí le daré sus viñas, convertiré el valle de Acor en
puerta de esperanza; y ella responderá allí como en los días de su juventud,
como cuando subió del país de Egipto”. Aquel día —oráculo de Yahvé— ella me
llamará «Marido mío»; ya no me llamará «Baal mío.» Retiraré de su boca los nombres
de los Baales, que nunca más volverá a invocar. Aquel día sellaré un pacto en
su favor con las bestias del campo, las aves del cielo y los reptiles del
suelo; quebraré y alejaré de esta tierra el arco, la espada y la guerra, y los
haré reposar en seguro.
“Te haré mi esposa para siempre; te desposaré en
justicia y en derecho, en amor y en compasión; te desposaré en fidelidad, y tú
conocerás a Yahvé” (Os 2, 16- 22).
La conversión es obra de Dios que toma la iniciativa,
y del hombre que responde.
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