No ambiciono grandezas que
superan mi capacidad
1.
La no fidelidad a Dios.
"Recibid ahora esta advertencia, sacerdotes: Si
no hacéis caso ni tomáis a pecho dar gloria a mi Nombre, dice Yahvé Sebaot,
lanzaré contra vosotros la maldición y maldeciré vuestra bendición; la
maldeciré porque ninguno de vosotros toma nada a pecho. Voy a dejaros sin
brazo, os echaré estiércol a la cara, el estiércol de vuestras fiestas, y
seréis aventados con él. (Ml 2, 1-3) En tiempos del
profeta Malaquías, los sacerdotes de la Antigua Alianza habían olvidado sus
obligaciones como hombres de Dios. Rompieron el pacto hecho con Yahvé y en
lugar de guiar al pueblo por buenos caminos, lo descarriaban por senderos
torcidos que no conducían hasta Dios.
Por
su negligencia, cuando, no por su malicia, muchos se olvidaron del Señor y se
apartaron de su divina ley. Delito grave que hace clamar al profeta con tonos
airados contra esa actitud indigna y nefasta para el pueblo.
2.
Infidelidad que hoy se puede repetir.
Sacerdotes
de entonces que cometieron el tremendo delito de alejar a los hombres del
verdadero Dios. Hoy también se puede repetir ese hecho. Y, aunque sea duro
reconocerlo, también se repite, empezando por mí... la infidelidad nos lleva a
la pérdida de la identidad y de la espiritualidad cristiana. Y por ende nos
lleva a la frustración y a la pérdida del sentido de la vida. Quizá sea una
buena ocasión para hacer examen de conciencia y rectificar. Y también puede ser
el momento de pensar que todos hemos de echar una mano a los sacerdotes y rezar
por ellos. Para que sean fieles a la misión salvífica que Dios les ha
encomendado y sean un estímulo continuo para el bien y nunca para el mal.
3.
El pecado nos priva de la gloria de
Dios
"Pues yo os haré
despreciables y viles ante el pueblo" (Ml 2, 9) Despreciables y viles. A los ojos del pueblo
“Terrible condena de Dios” que con frecuencia ha sido una realidad en la
Historia. Sin embargo, muchas veces ese desprecio contra el sacerdote ha sido
injusto, sacrílego incluso. Entonces la convicción de que Dios está junto a su
elegido ha sido fortaleza para los mayores heroísmos de los ministros del
Señor. Pero, otras veces ese desprecio es el resultado de una justa indignación
ante situaciones inadmisibles. Es un peligro que tiene siempre el sacerdote:
olvidarse de que ha de encarnar la figura de Cristo en su propia vida, y
pretender llevar a cabo su misión por otros caminos que los señalados por Dios.
4.
La advertencia de Jesús.
Señor,
tú dijiste a los apóstoles que los enviabas como ovejas en medio de lobos (Mt
10, 16). Difícil tarea has puesto en manos de tus sacerdotes. Por eso no debe
extrañarnos que a veces fallemos. Y de ahí también que nos esforcemos por
comprenderlos, por perdonarlos, por ayudarles, por animarlos a seguir con la
ilusión de los principios por la empinada senda del sacerdocio de Cristo.
"Señor,
mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros..." (Sal 130,1) Es
muy difícil frenar las ambiciones del hombre. Todos, de una forma u otra,
llevamos dentro el deseo innato de ser más, de tener más. Podemos decir que eso
es algo bueno, como bueno es todo lo que hay en la condición humana de modo
connatural. En el fondo esa continua ambición, ese anhelo siempre insatisfecho
es prueba de que hemos nacido para cosas mayores, para un destino muy alto que
sólo en el mismo Dios se realizará.
5.
Darle orientación a la vida.
Por
eso, si la ambición que late dentro de nuestro corazón la encauzamos hacia el
bien, si siempre aspiramos a ser mejores, si crecemos más y más en el amor,
esos deseos y anhelos, esa continua insatisfacción de nosotros mismos puede
llevarnos a metas muy elevadas, a estar siempre jóvenes en la ilusión y en la
esperanza, a luchar con espíritu deportivo contra los obstáculos que se
interponen en nuestro afán de ser santos.
"...no pretendo
grandezas que superan mi capacidad" (Sal 130, 1) Ser ambiciosos en el amor a Dios y a nuestros
hermanos los hombres. Y no serlo para nada más. Es decir, saber conformarse con
lo que uno tiene y con lo que uno buenamente pueda tener. Luchar por el
bienestar personal y el de los nuestros, pero al mismo tiempo saber conformarse
con lo que la vida nos depare, estar contento con lo que Dios quiere disponer
para nosotros. Pensemos que quien sabe contentarse con menos tendrá siempre
más, que quien sabe vivir con poco vivirá siempre con mucho, persuadido de que
Dios es un Padre providente y bueno, poderoso y sabio.
En
lugar de soñar con grandezas, en lugar de querer ser más de lo que se es, nos
aconseja el salmista acallar y moderar los propios deseos, ser como un niño en
brazos de su madre. Qué imagen tan bonita y tan sencilla, tan expresiva y tan
clara. Si somos humildes, si somos capaces de adaptarnos a las circunstancias,
si la ambición no nos domina, entonces viviremos tranquilos y serenos en esta
tierra, y felices para siempre en la otra. Ojalá aprendamos la lección de hoy y
nos asemejemos a ese niño que descansa tranquilo en el seno de su madre.
6.
Ser amables, generosos y serviciales.
"Os
tratamos con delicadeza, como una madre" (1 Ts 2, 7) San
Pablo era sin duda un hombre recio, con un carácter fuerte y enérgico. Así lo
revelan las proezas que llevó a cabo, también sus palabras, con frecuencia,
ardientes y vibrantes, pronunciadas con toda autoridad. Pero junto a esa
fortaleza y reciedumbre tenía el Apóstol una enorme capacidad de ternura y de
cariño, era como una madre que trata a sus hijos con delicadeza y hasta con
mimo. Tanto los quiere, explica, que no sólo les ha entregado el Evangelio de
Dios, lo mejor que tenía, sino que se les entregó a sí mismo, sin escatimar
sacrificio alguno por ayudarles.
Su
figura es un modelo, una muestra de lo que han sido los buenos ministros de
Dios, una imagen de lo que es el sacerdote en la Iglesia, llamada con razón
nuestra santa Madre Iglesia. Su primer jerarca es llamado también el Papa, o
Santo Padre.
7.
La Palabra de la verdad.
"...la
acogisteis, no como palabra de hombre, sino, cual es en verdad, como Palabra de
Dios" (1 Ts 2, 13) La
gente ha llamado siempre al sacerdote con el entrañable nombre de padre. Con
ello se pone de manifiesto la fe del pueblo sencillo que ve en el servicio de
la Iglesia, a través del Papa y de los sacerdotes, un servicio de amor y de
entrega, de abnegación y desinterés. Y si no fuera así estaríamos traicionando
a Cristo y a sus primeros apóstoles, que nos marcaron con su conducta y con su
palabra el camino que habíamos de seguir.
Los
cristianos de Tesalónica ayudaron al Apóstol en su ministerio. Sobre todo por
la manera de corresponder a su predicación. Ellos supieron descubrir y aceptar
que las palabras de aquel judío de Tarso tenían una fuerza divina, eran no sólo
palabra de hombre, sino también Palabra de Dios. Nos puede parecer que aquello
era inadmisible, decir que lo que hablaba Pablo era Palabra de Dios. Desde el
punto de vista de la sola razón así es, pero no desde la perspectiva de la fe.
Para quien tiene fe, también hoy la Palabra de Dios sigue resonando en nuestros
oídos, revestida con el pobre ropaje del decir humano. Es preciso creer, saber
que a través del hombre nos habla Dios. Hay que escuchar y leer, meditar y
vivir la sagrada Escritura como lo que en verdad es, Palabra de Dios.
8.
No al fariseísmo.
"En la cátedra
de Moisés se han sentado los letrados y los fariseos..." (Mt 23, 1) Es curioso e interesante ver cómo Jesucristo
respetó a los que hacían de guías en su pueblo. Considera que lo que enseñan es
correcto y, por tanto, hay que atenderlos y obedecerlos. Ellos transmitían la
Ley de Dios promulgada por Moisés, y esa Ley permanecía en vigor por voluntad
divina. Por eso no es cierto que Jesús fuera un rebelde ante el orden
constituido, un revolucionario que estaba en contra de la autoridad de su
tiempo.
Sin
embargo, Jesús previene a la gente que le escucha contra la conducta de los
fariseos, que decían una cosa y hacían otra, no adecuaban su conducta con su
doctrina. Eran unos hipócritas que presumían de ser gente honorable,
despreciando a los demás. Hipocresía y soberbia, esos eran los dos defectos que
chocaban frontalmente con el estilo y la doctrina de Jesucristo.
9.
No a la hipocresía.
La
hipocresía, el aparecer bueno ante los demás y ser en realidad un indeseable,
es un defecto que repele a todo hombre honrado. Jesús que defendía la
sinceridad, que amaba la verdad, tenía que chocar necesariamente con ellos. Él
conocía el interior del hombre, y por eso se irritaba contra quienes presumían
de hombres justos, sin serlo.
Esa
actitud les llevaba, en efecto, al orgullo. Se consideraban mejores que los
demás y despreciaban al prójimo. Enseñaban a todos y no permitían que nadie les
enseñara. De ahí que no pudieran sufrir que Jesús, un aldeano de Nazaret,
pretendiera enseñarles a ellos.
Fariseísmo,
un fenómeno humano que nos repele y que, sin embargo, es muy frecuente entre
los hombres, siendo fácil caer en él. Hay que estar atentos, vigilantes, hay
que ser humildes y sinceros, luchar contra esa tendencia a juzgar con ligereza
al prójimo, a considerarnos mejor que los otros, y a rechazar cualquier
posibilidad de aprender de los demás en cosas malas.
10. Un
modelo de servidor.
“Hijo
mío, manténte fuerte en la gracia de Cristo Jesús; y cuanto me has oído en
presencia de muchos testigos confíalo a hombres fieles, que sean capaces, a su
vez, de instruir a otros. Soporta las fatigas conmigo, como un buen soldado de
Cristo Jesús. Nadie que se dedica a la milicia se enreda en los negocios de la
vida, si quiere complacer al que le ha alistado. Y lo mismo el atleta, que no recibe la corona
si no ha competido según el reglamento. Y el labrador que trabaja es el primero
que tiene derecho a percibir los frutos. Entiende lo que quiero decirte; seguro
que el Señor te hará comprender todo” (2 Tim 2, 1-7)
Señor:
Que no
equivoque tu gloria por mi propia gloria. Que
mi humildad sea fruto de andar con la verdad. Que mis palabras vayan armonizadas con
mis obras. Que
la fuente de mis obras este siempre en Ti. Que busque siempre un primer puesto
para el servir y no para ser servido. Que “mi amor saque amor” como decía
Teresa de Jesús Que
me sienta contemplando por ti y que nada desdiga de mi amistad contigo
Que ensanche, no la
apariencia del mundo sino la bondad de mi corazón. Que mi gloria sea el darte gloria
amando a aquellos que me rodean. Que mi eficacia y mi fuerza sea el permanecer
unido a Ti. Que nunca, Señor, pueda decir que pienso y quiero distinta cosa de
lo que siento y realizo.
Qué ame lo
que Tú mandas y anhele y desea lo que Tú prometes. Amén.
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