Misericordia quiero y no sacrificios
Objetivo. Conocer la
importancia de la misericordia en la vida cristiana, en el discipulado y en la
configuración con Cristo, para teniendo los mismos sentimientos de Cristo Jesús
podamos servir con compasión y cultivar los valores del reino.
Iluminación. “Sed compasivos y sed misericordiosos como
vuestro Padre celestial es compasivo y Misericordioso” (Lc 6, 36).
1.
¿Qué es la misericordia? En
la Iglesia se identifica la misericordia con la compasión y con el perdón. Para
el antiguo Israel, en la virtud de la misericordia había confluencia de dos
corrientes de pensamiento: la compasión y la fidelidad (rahamin, hesed). En
ambos casos, hablar de la misericordia es hablar de la ternura de Dios, de su
esencia, de sus entrañas, de su bondad, de su amor, de su fidelidad para todos
los que claman a Él. Para los antiguos, Dios es sin más el Dios de los perdones
y el Dios de las misericordias.
2.
La misericordia del Señor para con
los pobres. Dios es el Dios de los pobres, de los huérfanos y de las
viudas; es el defensor de los extranjeros y de los oprimidos. Para Israel la
liberación de Egipto se describe como un acto de la misericordia divina: “He
visto la miseria de mi pueblo”. “He escuchado el clamor de mi pueblo… conozco
sus angustias.” “He venido a liberar a mi pueblo” (Ex 3, 7.16). Dios en su
misericordia no puede soportar la miseria del pueblo oprimido, un instinto de
ternura lo une a él para siempre. Es el pueblo descendiente de Abraham, Isaac y
Jacob a quienes hizo juramento de darles una gran descendencia.
La misericordia del Señor queda manifiesta de modo especial
con los pecadores, para quienes tiene corazón de Padre: “¡Si es mi hijo querido Efraín, mi niño, mi encanto! Cada vez que lo
reprendo me acuerdo de él, se me
conmueven las entrañas y cedo a la compasión” (Jer 31, 20). Un cariño o una
ternura que se convierte en actos compasivos para perdonar a los pecadores: “Porque aunque nosotros nos hemos rebelado,
el Señor, nuestro Dios, es compasivo y nos perdona” (Dan 9, 9). El Salmista
confirma lo anterior cuando nos dice: “Como el padre se enternece por sus
hijos, así se enternece el Señor por sus fieles” (Sal 103, 13). El Dios de
Israel, el Dios de los Profetas está atento al clamor de los pecadores que lo
buscan con un corazón abatido: “Piedad de
mí Señor, que estoy acabado, sana, Señor, mis huesos dislocados”. (Sal 6,
3). “El Señor, el Señor, el Dios
compasivo y clemente, rico en bondad y lealtad que conserva la misericordia
hasta la milésima generación, que perdona culpas, delitos y pecados, aunque no
deja impune y castiga la culpa de sus padres en los hijos, nietos y bisnietos”
(Ex 34, 6-7).
3.
La misericordia y la conversión. El
Profeta Isaías canta la misericordia del Señor con un mensaje lleno de
esperanza: “Sí, el Señor se apiadará de
Jacob, volverá a escoger a Israel y a establecerlo en su Patria” (Is 14,
1). “Grita de alegría, cielo; alégrate
tierra; prorrumpan en aclamaciones,
montañas, porque el Señor consuela a su pueblo, y se compadece de los desamparados”
(Is 49, 13). Al pueblo apóstata que había ido al destierro Dios, lo hace volver
a su patria para que comprenda que “Dios
es leal y no guarda rencor eterno” (Jer 3, 12). Más todavía “les dará pastores según su corazón que los
apacienten con saber y acierto” (Jer 3, 15). Es el profeta Ezequiel quien
nos revela el por qué del actuar misericordioso y compasivo del Señor: “¡Por
mi vida!, juro que no quiero la muerte del malvado, sino que cambie de conducta
y viva. ¡Conviértanse, cambien de conducta, malvados, casa de Israel y no
morirán!” (Ez 33, 11). El deseo del Señor es cambiar la suerte de su
Pueblo, por eso se apiada de la casa de Israel y le muestra su misericordia
(cfr Ez 39, 25) El Pueblo de Israel tiene la convicción de una misericordia que
no tiene nada de humano: “Él ha herido,
él vendará nuestras llagas” (Os 6, 1). El profeta Miqueas levanta su voz a
Dios diciendo: “¿Qué Dios como tú perdona
el pecado y absuelve la culpa al resto de su herencia? No mantendrá siempre la
ira, porque ama la misericordia, volverá a compadecerse, destruirá nuestras
culpas, arroja al fondo del mar todos nuestros pecados” (Miq 7, 18-19). A
lo largo de los Salmos se escucha el grito del Salmista: “Apiádate de mí en tu bondad. En tu gran ternura borra mi pecado”
(Sal 51, 3).
4.
La Misericordia es para con todos. Mucho
le costó al profeta Jonás esta hermosa verdad: “Dios a todos ama, con todos tiene clemencia, compasión y misericordia”
(Jon 4, 2). La bondad de Dios no tiene fronteras, no la podemos encerrar en
círculos familiares o nacionalistas. Si aceptamos que la misericordia tuviera
frontera, ésta sería: la dureza de nuestros corazones. Dios a nadie obliga a
recibir su amor por la fuerza. El endurecimiento del corazón, dice Jeremías
hace que Dios retire su paz, misericordia y compasión (cfr Is 9, 16; cfr Jer
16, 5). El Texto del Eclesiástico, es el que mejor nos habla de la ternura de
Dios para con todos los seres humanos: “El
hombre se compadece de su prójimo; el Señor, de todos los vivientes; avisa y
educa, enseña y guía como pastor a su rebaño” (Eclo 18, 13). “El Señor es compasivo y misericordioso,
lento a la ira, rico en amor. No está siempre litigando, ni guarda rencor
perpetuo. No nos trata según nuestros pecados, ni nos paga conforme a nuestras
culpas… Como un padre se enternece con sus hijos, así se enternece el Señor con
sus fieles. Pues Él conoce nuestra hechura, recordando que somos barro… Pero el
amor del Señor a sus fieles dura desde siempre hasta siempre” (Sal 103,
8-17). Sólo cuando los hombres hemos reconocido que somos pecadores llenos de
miserias humanas: envidia, odio, agresividad, avaricia, lujuria, impurezas y
muchas otras cosas, podemos realmente apreciar y medio comprender la paciente
misericordia que Dios tiene para cada uno de sus “Elegidos”. Sólo me queda
decir con el Salmista: “Gracias Señor. Sólo tú misericordia es eterna. Mis
pecados son grandes y muchos. Apiádate de mí Señor”.
5.
La Misericordia ha tomado Rostro
humano. En Jesús el Amor de Dios ha tomado rostros humano. Él, antes
de realizar la obra que el Padre le encomendaba, quiso hacerse en todo
semejante a sus hermanos a fin de experimentar las mismas debilidades, la misma
miseria de los que venía a salvar. Sus palabras, sus acciones su vida misma,
traduce la misericordia de Dios. Para Jesús, dice Lucas, sus preferidos son los
“pobres”, los pecadores encuentran en él un amigo, se sienta a la mesa con
ellos (Mc 2, 15s); visita sus casas (Lc 19,1s); y no se avergüenza de llamarlos
hermanos. Jesús muestra especial benevolencia por los más débiles, los
enfermos, las viudas, las mujeres y los extranjeros (Lc 7, 21s). Jesús todo lo
hizo por compasión: enseñar a la multitud y darle de comer a los hambrientos: “Al desembarcar vio una gran multitud y se
compadeció, porque eran como ovejas sin pastor” (Mc 6, 34s). En Jesús la compasión pareciera
ser la esencia de su ser. Padece con el que sufre y hace suyo el dolor y la
miseria de los enfermos y de los pobres.
En Jesús la misericordia es compasión, es bondad, es
ternura, es solidaridad, es servicio. Todo lo hace con compasión y sin
compasión no hace nada. Por eso la invitación que hace a sus discípulos es a
ser como él: “Así que, como elegidos de
Dios, santos y amados, revestíos de entrañas de misericordia, de bondad,
humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos
mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó,
perdonaos también vosotros. Y por encima de todo esto, revestíos del amor, que
es el broche de la perfección. Que la paz de Cristo reine en vuestros
corazones, pues a ella habéis sido llamados formando un solo cuerpo. Y sed
agradecidos”(Col 3, 12- 15).
6.
Misericordia quiero y no sacrificios.
“Sus solemnidades y
fiestas las detesto; se han vuelto una carga que no soporto más. Cuando
extienden sus manos, cierro los ojos; aunque multipliquen sus plegarias, no los
escucharé” (Is 1, 14s). Los profetas denuncian el culto externo y la
religión vacía de justicia para con el pobre y con el oprimido, resulta
abominable al Señor. El culto agradable a Dios ha de ser con las “manos
limpias”. Lo que Dios exige es la purificación del corazón y la práctica de la
justicia y el derecho para con las viudas, huérfanos, extranjeros y pobres en
general: “Dios grande, fuerte y terrible,
no es parcial ni acepta soborno, hace justicia al huérfano y a la viuda, ama al
emigrante, dándole pan y vestido” (Dt 10, 18).
La misericordia es fidelidad a la ley del amor, es, por lo
tanto, obediencia a la Palabra de Dios: “Si
saben obedecer, comerán lo sabroso de la tierra” (Is 1, 19). El profeta
Oseas nos presenta un himno a la misericordia y a la fidelidad en la que han de
ser involucradas ambas partes, Dios y el pueblo: “Por tanto, mira voy a seducirla, la llevaré al desierto y le hablaré
al corazón. Allí le daré sus viñas, y el valle del Acor será Paso de la
Esperanza. Allí me responderá como en su juventud, como cuando salió de Egipto…
Le apartaré de su boca los nombres de los baales y sus nombres no serán
invocados… Me casaré contigo para siempre, me casaré contigo en justicia y en
derecho, en afecto y cariño. Me casaré contigo en fidelidad y conocerás al
Señor” (Os 2, 16-22).
El profeta resalta, por un lado, la
iniciativa divina, la acción en sí misma, sus resultados y la respuesta
generosa de su pueblo. Oseas, el Profeta de la Misericordia, es testigo del
amor misericordioso por el trato a su esposa infiel, a quien busca, perdona,
ayuda… y no obstante, ella cree que las ayudas le vienen de sus amantes. Así es
como el Profeta comprende que el Señor es fiel con su pueblo infiel que ofrece
sacrificios a los ídolos para agradecer por las bendiciones que recibe del
Señor. Oseas a partir de su experiencia nos revela las entrañas de misericordia
del Dios de Israel:
“Cuando Israel era niño, lo amé, y desde Egipto llamé a mi
hijo. Cuanto más lo llamaba más, más ofrecían sacrificios a los Baales y
quemaban ofrendas a los ídolos. Yo enseñe a caminar a Efraín y lo llevé en mis
brazos, y ellos sin darse cuenta de que yo los cuidaba. Con correas de amor los
atraía, con cuerdas de cariño. Fui para ellos como quien alza una criatura a
las mejillas; me inclinaba y les daba de comer” (Os 11, 1-4)… Pero volverá a
Egipto, asirio será su rey porque no quisieron convertirse… Me da vuelco el
corazón se me conmueven las entrañas… yo soy Dios y no hombre, el Santo en
medio de ti y no enemigo destructor” (Os 11, 5-9). La misericordia se impone a
la justicia: Israel parece no tener remedio; merecía recibir castigo, pero el
Dios de toda misericordia tiene piedad de su Pueblo; sabe de que está hecho:
“Recordó su pacto con ellos y se acordó de su gran amor” (Sal 106, 45).
7.
Dios invita a ser misericordiosos
El Dios de toda Misericordia, quien se ha manifestado en
Jesucristo quiere, invita y exhorta a todos sus seguidores a la perfección:
“Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48). Es una
amorosa invitación a tener los mismos sentimientos de ternura, de bondad y de
misericordia de Cristo Jesús (cfr Flp 2,5). Perfección que sólo será posible si
estamos en comunión con el Señor (cfr Jn 15,5s), y buscamos de todo corazón las
cosas de arriba donde está Cristo sentado a la derecha del Padre (cfr Col 3,
1s).
Para Lucas el evangelista de la Misericordia, esta
perfección sólo será posible mediante la práctica de la bondad: “Sed
compasivos” o “sed misericordiosos” como vuestro Padre celestial es compasivo y
misericordioso” (Lc 6, 36). Esta ternura nos lleva a ser prójimo del miserable,
del enfermo, del pobre, del necesitado como lo hizo el Buen Samaritano (Lc 10,
30-37). A la misma vez me debe llevar a
dar misericordia al que me ha ofendido (cfr Mt 18, 23s), de acuerdo,
también, a las palabras que rezamos en
el Padre Nuestro: “perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos
ofenden” (Mt 6, 9-13).
Quien cultiva la misericordia con el prójimo es a la vez,
fiel al Señor, a su Palabra, a su Mandamiento, y la recompensa la podemos
encontrar en la Biblia: “Sed santos como vuestro Padre celestial es santo” (1Pe
1, 15). Sin amor, sin misericordia, no hay santidad; lo que equivale a no tener
los sentimientos de Cristo Jesús, para con el Padre y para con el prójimo,
entonces diremos con San Juan: “El amor de Dios no mora en nuestros corazones”
(1Jn 3, 17).
Oración: “Llena Señor nuestros corazones de ternura,
bondad y Misericordia para que seamos capaces de amar con el corazón, la
miseria en nuestros hermanos”.
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