La fe y las obras, un camino para hacer Comunidad.
Iluminación: «Se te ha hecho saber, hombre, lo que
es bueno, lo que Yahvé quiere de ti: tan sólo respetar el derecho, amar la
lealtad y proceder humildemente con tu Dios.» (Mq 6, 8)
¿Qué es la fe? La fe es el don de Dios a los hombres
para que podamos conocer, amar y servir en esta vida. Es el poder de Dios que
actúa en los corazones de los fieles. Es también la vida que Dios nos ha dado,
esa vida que está en Cristo y es Cristo. Podemos decir a la luz de los testigos
del Evangelio que la fe cristiana es amor, donación, entrega, servicio,
disponibilidad de servir al Señor en su Iglesia a favor de los hombres.
Santiago en su carta nos dice de manera lapidaria que una fe
sin obras está vacía, y muerta: “Una fe sin obras está muerta”. Lutero y con él
todos sus seguidores a lo largo de los siglos, se atrevió a gritar al mundo: “La
sola fe”, sin las obras; la sola Palabra sin la Comunidad. Ellos acusaron a la
Iglesia de predicar la salvación por las “obras” sin la fe. Cosa, creo yo que
nunca ha sido así; nuestra Madre la Iglesia nos ha trasmitido la fe en
Jesucristo, el Hijo de Dios y el de María; Dios y hombre que se pasó la vida
haciendo el bien y liberando a los hombres de la opresión del Diablo (cfr Hech
10, 38),al final de su días, los de su pueblo lo mataron por medio de gente
malvada, pero Dios lo resucitó y lo sentó a su derecha como Cristo y Señor (cfr
Hech 2, 21- 36)
El corazón de la fe
cristiana. Para la
Iglesia, el corazón de nuestra fe es que Cristo murió por nuestros pecados,
resucitó para nuestra justificación (Rom 4, 25) y es Señor para gloria de Dios
Padre (Flp 2, 11). En la carta a los efesios Pablo nos dejo una especie de
himno soteriológico: “a los que estábamos muertos por los pecados, Dios nos ha
dado vida juntamente con Cristo. Con Cristo nos ha resucitado y nos ha sentado
a su derecha; por gracia de Dios hemos sido salvados… que nadie presuma, la
salvación es gracia de Dios que nos ha destinado a realizar unas obras que Él
predispuso desde antes de la creación. ¿De qué obras se trata? La respuesta la
encontramos en la misma Escritura: Las obras de la fe, llamadas también frutos
del Espíritu y obras de misericordia” (Gál 5, 22, Col 3, 12ss)
Para la Iglesia la fe
es primero. Digamos
con la Iglesia: Nadie se salva sin la fe, pero, también, nadie se salva sin las
obras. ¿Qué viene primero? ¿La fe o las obras? Lo primero es la fe… “sólo
unidos a mí podéis dar fruto, sin mí nada podéis hacer”. Tenemos que tener
claridad en esto. La fe cristiana es donación, entrega y servicio. Es la
disponibilidad de servir aunque no nos dejen. Es levantarse y ponerse en camino
para ir al encuentro del pobre, del marginado, del enfermo, del otro… La fe es
la disponibilidad de hacer la voluntad de Dios en cualquier circunstancia de
nuestra vida. La fe cristiana no camina sola, a su lado están la esperanza y la
caridad; una no existe sin la otra. El conocimiento teológico o doctrinal, las
oraciones, los cantos, los ritos litúrgicos cuando no van acompañados por las
“obras de la fe” se desvirtúan y se vacían de su auténtico contenido.
Donde no hay fe. Digamos con claridad: No hay fe
donde hay alcoholismo, drogadicción, chantaje, fraude, corrupción: No hay fe
donde hay soberbia, avaricia, lujuria… No hay fe donde hay adulterio, cuando se
le quita la mujer al hermano, cuando se le oprime, explota, difama, critica. No
hay fe donde hay mentira, falsedad y engaño. La razón es porque la fe no es una
creencia, sino una vida, es poder, es don de Dios; es respuesta a la Palabra de
vida. Si habías dicho que una fe sin caridad está vacía, lo mismo podemos decir
que una fe sin humildad está muerta.
Con el poder de la fe podemos mover montañas, sembrar árboles
en el mar y caminar sobre las aguas y aún sobre las nubes. ¿Qué significa
sembrar árboles en el mar? Significa cambiar la manera de pensar negativa,
pesimista y derrotista por la manera de pensar de Dios, para llegar a tener los
puntos de vista y los criterios del Señor. Pablo nos invita a “tener la misma
manera de pensar de Cristo Jesús” (Flp 2, 5). Caminar sobre el agua es caminar
en la verdad, practicar la justicia; es decir, hacer el bien y rechazar el mal
(Rom 12, 21)
Donde si hay fe. Hay fe: donde hay confianza en Dios;
en donde hay obediencia y pertenencia al Señor de la Gloria. Una vida que se
manifiesta en donación entrega y servicio a la obra del Reino. ¿por qué no
recordar las palabras del Evangelio de san Mateo? “No todo el que me dice señor,
señor, entrará al Reino de los cielos, sino los que hacen la voluntad de mi
Padre (Mt 7, 21). Aquel día me dirán: “En tu Nombre hicimos, predicamos y
expulsamos demonios… no los conozco, apártense de mí los que obran el mal (Mt
7, 22ss) Hay fe donde se acepta incondicionalmente la voluntad de Dios. Siempre
he puesto atención en el proceso que nos presenta la carta a los efesios: “La
unidad en la fe; crecer en el conocimiento de Dios hasta alcanzar al Hombre
perfecto, a la plena madurez de Cristo (Ef 4, 13). Hay fe en quien guarda los
Mandamientos de Dios y se deja conducir por la Palabra de Cristo. Al mismo que
dijo: “Bástele al discípulo ser como su maestro y al criado ser como su señor”.
En la carta a los Gálatas el Apóstol nos dice: “La fe llegada a su madurez es
caridad” (Gál 5,6) La caridad hace referencia a acciones concretas que hoy día
son “llamadas obras de Misericordia”. Sin la caridad la fe está muerta (cf Snt
2, 14)
Hablemos de las obras
de la fe. Las obras
de la fe hacen referencia a los frutos que toda existencia cristiana debe dar
en abundancia. Frutos no éxitos. Existen frutos buenos y frutos malos. Podemos
hablar de una vida fecunda o de una existencia estéril. Del corazón del mismo
hombre puede brotar la maldad o la bondad, el bien o el mal. Jesucristo nos
dijo: “Del corazón del hombre salen los malos deseos que contaminan al hombre”
(Mc 7, 14- 23). En Gálatas 5, 19-21. Encontramos las obras de la carne. Enumera
19, pero no son las únicas. Así mismo en Gálatas 5, 22-23. Encontramos los
frutos del Espíritu Santo. Enumera 9, pero no son los únicos. En Efesios 5, 9
encontramos: La verdad, la bondad y la justicia. En Colosenses 3, 5ss. Enumera
algunas obras de la carne. En Colosenses 3, 12. Nos dice de lámparas de luz: La
humildad, la sencillez, la compasión el amor, el perdón… De la misma manera, 2
de Pedro 1, 5- 9, nos presenta: La fe, la buena conducta (los buenos hábitos)
la prudencia, la templanza, la fortaleza, la piedad, el amor fraterno y la
caridad. Todo lo anterior es fruto y manifestación de una fe que se cultiva con
la ayuda de Dios y con los esfuerzos de cristiano que sigue las huellas de
Jesús. En cambio las obras de la carne son manifestaciones de una fe estéril y
de una vida al margen de la fe cristiana.
Todo lo anterior
podemos sintetizarlo en los cuatro valores esenciales del Reino, frutos de la fe y la conversión.
El
valor de la Dignidad humana. Hoy día como en la sociedad en los
tiempos del Señor Jesús lo que las personas más valoran es “el status social”.
Las relaciones sociales son medidas por el prestigio, la educación, la honra y
la riqueza. ¿Cuánto tienes? Cuánto vales. Las personas son valoradas por el
color de la piel, por los trapos que traen encima, por los títulos que poseen,
por el carro que manejan o por el lugar donde viven. Cuando estos falsos
valores rigen las relaciones sociales, hemos de decir que nuestra sociedad está
determinada por las clases sociales: de primera, de segunda, de tercera y más…
Hablemos claro, el mundo no tiene la mirada de Dios.
La dignidad
humana es la perla preciosa que brilla en el rostro de todo ser humano. A la
misma vez, la dignidad humana, como valor evangélico contradice el Valor
mundano de la “status social”. Para Jesús lo más importante es la persona
humana, concreta de carne y hueso. Por eso criticó en especial a los fariseos
por causa del deseo de status: “Les gusta ocupar los primero puestos en las
comidas y los primeros asientos en las sinagogas; que les salude la gente por
la calle y los llame maestros” (Mt 23, 6-7). A sus mismos discípulos los
corrigió por su búsqueda de status. Estaban siempre discutiendo sobre los
primeros lugares y cuál sería el mayor entre ellos (Mt 18, 1). También
competían entre ellos por ocupar los opuestos más honrosos (Mc 10, 35-37).
De acuerdo a la
doctrina del Evangelio, el ser humano redimido por Jesús es una persona valiosa
en sí misma. Vale por lo que es; es un fin en sí mismo. Para el Señor todo
somos iguales en dignidad, en honra, en status y en valor. La interiorización
de este valor es muy importante para la vida espiritual. Podemos decir que es
la base de una verdadera humildad: reconocer que somos débiles y al mismo
tiempo reconocer que todas las cosas buenas que tenemos y somos, son regalo de
Dios. El Apóstol nos dice: “¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y sí lo has
recibido, ¿Por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?” (1Cor 4, 7).
Cuando esta verdad no está en nuestra mente, todas nuestras capacidades y
talentos se pueden convertir en orgullo y soberbia. Nos creemos superiores y
mejores que los demás al edificar una sociedad piramidal. Como puede ser dañino
y vicioso el poseer una falsa humildad que nos lleve a perder el respeto y el
afecto a nosotros mismos.
Nunca debemos de
perder de vista que el respeto por la dignidad de las personas es la base del
amor y de la justicia en las relaciones sociales. Amar a todos es tratar a
todos con igual respeto. Practicar la justicia es estar en lucha contra la
discriminación, la manipulación, la explotación y opresión de los seres
humanos. Luchar contra la injusticia es erradicar toda forma de mentira y fomentar la igualdad y en respeto entre las
personas.
El
valor del Compartir. Este valor evangélico viene a nosotros
como interpelación. Cuando Jesús ha entrado en nuestra existencia, lo primero
que deseamos es configurar nuestra vida con él, para un día llegar a tener sus
mismos sentimientos, sus mismas luchas y sus mismas preocupaciones. Entre otras
cosas incluye: el tipo de casa en el que vivimos, el tipo de comida que
comemos, la marca de ropa que usamos, el modelo de carro que estamos
usando, y todos los otros bienes
materiales que utilizamos. El compartir es un valor que ilumina el dinero y las
posesiones que tenemos, sobre todo nuestro modo de usarlos.
En la época de
Jesús los fariseos eran tenidos como amantes del dinero (Lc 16, 14), y la
mayoría de pobres y ricos consideraban los bienes de fortuna como una bendición
de Dios. No dudamos en decir, que el valor mundano por las cuales se luchaba y
se vivía era el ser ricos y el tener un “patrón de vida alto”. Jesús llamó
ricos a los que escogen el dinero en vez de a Dios. Para Jesús el ser rico no
es un pecado, el pecado está en el no compartir como es el caso de Lázaro y el
rico Epulón. Aquellos que escogen el dinero en vez de a Dios, no lo comparten
con los pobres se excluyen a sí mismos del Reino de Dios. Jesús recomienda a
los que quieren ser sus discípulos: “Vende tus bienes y comparte el dinero con
los pobres” (Mt 6,19-21; Lc 12, 33-34), “Quien no renuncie a sus bienes no
puede ser mi discípulo” (Lc 14, 33). La renuncia a los bienes es el precio que
se tenía que pagar para ser discípulo de Jesús, o para hacerse cristiano. Así
fue en los primeros días en que los cristianos vendían sus bienes para ponerlos
a los pies de los Apóstoles. (Hech 2, 44-46; 4, 34; 5, 11). El valor evangélico
aquí es el compartir, para asegurar que los pobres sean alimentados, que todos
tengan lo necesario para vivir con dignidad. El compartir es poner en práctica
el Mandamiento Nuevo; es la expresión del amor, de la justicia y de la
compasión, que afecta los bolsillos o la cartera.
Cuando nos
negamos a compartir, estamos poniendo un obstáculo muy grande a la vida
espiritual. Nos hacemos esclavos de nuestros bienes, del confort material y de
nuestro “patrón de vida”. La vida espiritual se refiere sobre todo al estilo de
vida, a “nuestro patrón de vida”. Cuando nuestra vida, no está de acuerdo con
el Evangelio, en vez de cristiana, es mundana, es pagana, es vida de pecado. La
solidaridad con el pobre es el centro de toda espiritualidad bíblica.
El
valor de la Solidaridad humana. La raza humana está dividida en grupos
sociales, frente a los cuales, podemos encontrar dos posturas una de egoísmo, o
bien, otra de solidaridad. Naciones, tribus, clanes, familias, culturas, clases
y sectas religiosas, conformaciones sociales que nos dan un sentimiento de integridad, de lealtad y
solidaridad de grupo. En la época de Jesús los grupos sociales eran muy fuertes.
Y algunos eran rivales de los otros grupos como fue el caso de los fariseos,
saduceos y herodianos. Mientras que al interior de los grupos podía haber
fuertes experiencias de solidaridad, al grado de decir: “lo que le hagas alguno
de mi grupo, a mí me lo haces”.
El problema no
son los grupos, sino el egoísmo frente a los otros. Hablamos, no de un egoísmo
individual, sino entre grupos, mucho más serio, peligroso y perjudicial. El
valor pecaminoso y mundano es el egoísmo y el exclusivismo de la solidaridad
del grupo. Jesús luchó contra la solidaridad de grupo. Salió de su propio grupo
religioso, social y cultural, para abrazar a toda la raza humana como hermanos
y hermanas, como a parientes y vecinos. Jesús nos enseñó con sus palabras y con
su vida a amar aún a los enemigos, a los que te odian y te hacen el mal” (Lc 6,
27-28). Para Jesús, el valor no es la “solidaridad de grupo”, sino la
“solidaridad humana”. No obstante, nosotros podamos amar mucho a nuestro grupo,
la solidaridad humana es mucho más importante. Cuando rompemos la solidaridad
humana o no la valoramos correctamente, nuestra solidaridad de grupo se torna
egoísta y pecaminosa. Como persona, como cristiano que soy y como sacerdote, mi
primera lealtad es con ”la Iglesia” y desde ella con la familia humana. Todo lo
demás es secundario. Jesús se identificó con todos los seres humanos: “Todo lo
que hicieras con el menos de mis hermanos, a mí me lo harías”. Esto es el amor
cristiano, compasión divina, eso es lo que llevó al buen samaritano hacer lo
que hizo con un judío socialmente despreciado. Para Jesús, todos somos hermanos
y hermanas e hijos de Dios.
El
valor del Servicio. La cuarta área de interés es la del
poder. La mayoría de nosotros tiene cierto poder y cierta autoridad. El poder
en sí mismo, no es malo; lo malo es hacer de él un fin en sí mismo, un dios.
Cuando el poder y la autoridad se ejercen para dominar y oprimir a otros, es
entonces cuando se convierte en un valor mundano, pagano y pecaminoso. En todas
partes encontramos personas luchando por el poder, usando y abusando de él,
dominando a otras personas y tratando de controlarlas.
En la época de
Jesús el poder y la autoridad fueron generalmente usados para dominar y
oprimir, tanto a los pueblos como a las personas. Él rechazó el poder como un
valor pagano y lo convirtió en un valor evangélico usando el poder y la
autoridad para servir a los otros. Jesús llamó a sus discípulos y les dijo:
“Los jefes de las naciones las gobiernan como si fueran sus dueños, y los
poderosos las oprimen con su poder. Entre ustedes no debe ser así. El que
quiera ser el más importante entre ustedes, que se haga el servidor de todos, y
el que quiera ser el primero, que se haga el siervo de todos. Así como el hijo
del Hombre, no vino para que lo sirvieran, sino para servir y dar su vida por
los hombres recatados” (Mc 10, 42-45).
La Comunidad de la fe. La fe estéril es la que no tiene frutos,
no hace comunidad con “Las obras de la
fe,” llamadas: “Armas de luz” (Rom
13,11s) o “Armadura de Dios” (Ef 6, 10s). Que vienen a ser la “Muralla que
protege la dignidad cristiana” ¿Las tenemos? ¿Disponemos de ellas? La vida
cristiana es don y es conquista; es don y es lucha. Sin armas no podemos
proteger como tampoco cultivar nuestro corazón para un día saborear los frutos
de “Vida eterna” que han de ser el “fruto de los discípulos” (Jn 15, 8) El
pastor de Hermas dejó a la Iglesia un camino para llegar a la santidad; un
hermoso itinerario espiritual que no admite invertir los factores. Son siete
virtudes que fundamentan la estructura espiritual del cristiano:
La fe. La virtud de la
fe es la fuerza que nos pone de pie (Hech 3, 6). La fe sincera nos pide
“guardar los Mandamientos y escuchar, guardar y cumplir la Palabra de Dios, es
a lo que llamamos la “Obediencia de la fe”. Una fe que se vive, se celebra y se
anuncia para que abarque todas las dimensiones de la vocación cristiana.
La continencia, sin la cual no
podremos caminar en la fe. Caminar con los pies sobre la tierra, con dominio
propio; dueños de sí mismo, con la capacidad de soportar las tentaciones y las
pruebas de la vida (cfr Mt 7, 21ss).
La sencillez de corazón, hija de
la continencia nos enseña a vivir en comunión con Dios, con los demás y con la
naturaleza. Cuando no se posee la sencillez somos personas conflictivas,
violentas y agresivas.
La pureza se coraz+on, hija de la
sencillez nos aporta un corazón puro y limpio, sin malicia; una fe sincera y
una recta intención (1Tim 1, 5). En la primera de las Bienaventuranzas el Señor
nos dice: “Felices los limpios de corazón porque de ellos es el Reino de los Cielos”
(Mt 5, 3ss).
La santidad de vida, sin la
cual nadie verá al Señor. La santidad, hija de la pureza, nos pide llevar una
vida libre del dominio de la carne, para vivir en Cristo, según Dios o viviendo
en el Espíritu (Rm 8, 1-9). Santa es la persona que unida a Cristo, ama y se
dona sin más interés que la gloria de Dios y el bien de los demás.
La ciencia,
entendida, en primer lugar, como conocimiento. Lo que exige profundizar en el
conocimiento de las verdades de la fe o del Misterio de Cristo. En segundo
lugar la ciencia, entendida como sabiduría divina que nos hacer gustar de las
cosas de Dios. Saborear su palabra, gustar de los Sacramentos, de la oración y
del compromiso con los menos favorecidos.
El amor, corona del
proceso. Es la fe llevada a su madurez (Gál 5, 6). Presencia de Dios en el
corazón del creyente que lo capacita para una vida consagrada al Señor que se
gasta en la donación, entrega y servicio por la “causa de Jesús”.
La fe es la
madre de todas y cada una de las virtudes cristianas, y a la vez, cada una, es
madre de la que le sigue. Cada una de estas virtudes son manifestación de un
“alumbramiento permanente”, que nos llevaría a la “configuración con Cristo”
(Fuentes Patrísticas 6 Pág. 121). Quien se olvide del cultivo de las virtudes,
está desnudo, ciego y corto de vista. Se engaña a sí mismo, y no responde al
plan de Dios que quiere hacer de cada cristiano: “Una alabanza de su Gloria”
(Ef 1, 12-14).
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