“Ustedes
se han apartado del camino que lleva a la vida”
Iluminación: “Yo soy el rey
soberano, dice el Señor de los ejércitos; mi nombre es temible entre las
naciones. Ahora les voy a dar a ustedes,
sacerdotes, estas advertencias: Si no me escuchan y si no se proponen de corazón
dar gloria a mi nombre, yo mandaré contra ustedes la maldición”. Esto dice el
Señor de los ejércitos: “Ustedes se han apartado del camino, han hecho tropezar
a muchos en la ley; han anulado la alianza que hice con la tribu sacerdotal de
Leví. (Ml 1, 14– 2, 8-10)
Desarrollo del tema.
¿Por
qué, pues, nos traicionamos entre hermanos, profanando así la alianza de
nuestros padres? (Ml 2, 10) En los días de Malaquías, como hoy
día, existe la misma problemática entre los ministros religiosos: “No hay
fraternidad, pero, tampoco hay, madurez humana”. "Ni hay integración ni reprocidad" El hombre hace de su corazón
un “caos, un vacío lleno de tinieblas (cf Gn 1,1) Sin Luz la mente está en
tinieblas, no hay reconocimiento personal mutuo, ni aceptación mutua, ni
respeto incondicional entre hermanos. Más bien, existe acepción de personas”
“Nos valoramos por lo que se tiene, se hace o se sabe” Este modo de caminar nos
lleva a las competencias, a las envidias, a la guerras…No tenemos los
sentimientos de hermanos, sino más bien de enemigos. Santiago en su carta nos
dice: ¿De dónde proceden las guerras y contiendas que hay
entre vosotros, sino de los deseos de placer que luchan en vuestros miembros?
¿Codiciáis y no poseéis? Pues matáis. ¿Envidiáis y no podéis conseguir? Pues
combatís y hacéis la guerra. (4, 1- 2) En cambio en Pablo encontramos como
debería ser nuestro modo de tratar a los demás, especialmente a los más
débiles: “Aunque pudimos imponer nuestra autoridad por ser
apóstoles de Cristo, nos mostramos amables con vosotros, como una madre cuida
con cariño de sus hijos. Tanto os queríamos, que estábamos dispuestos a
entregaros no sólo el Evangelio de Dios, sino nuestras propias vidas. ¡Habéis
llegado a sernos entrañables!” (1 Ts 2, 7- 8)
Sin esfuerzos, renuncias y sacrificios no
hay amor. (cf Rm 12, 1) ¿Cómo hacerlo? Nuestra tarea es
humanizar la religión. Esta debería de ser la acción prioritaria todo “ministro
religioso” Reconociendo a los demás como seres humanos y amados por Dios,
redimidos y justificados por el Señor Jesús. Que la religión esté al servicio
del hombre y no el hombre al servicio de la religión. Tal y como lo dice, Pablo
en la carta a la Comunidad de Tesalónica: “Sin duda, hermanos, ustedes se
acuerdan de nuestros esfuerzos y fatigas, pues, trabajando de día y de noche, a
fin de no ser una carga para nadie, les hemos predicado el Evangelio de Dios.
Ahora damos gracias a Dios continuamente, porque al recibir ustedes la palabra
que les hemos predicado, la aceptaron, no como palabra humana, sino como lo que
realmente es: Palabra de Dios, que sigue actuando en ustedes, los creyentes.” (1
Ts 2, 9.13) Para humanizar la religión
hemos de poner en práctica la dinámica del Amor para que lleguemos a tener los
sentimientos y pensamientos de Cristo (Flp 2, 5) Hay que darle muerte al
“hombre viejo y revestirnos del Hombre Nuevo.” Y de esta manera superar la
“justicia de los fariseos legalistas, rigoristas y perfeccionistas (cf Mt 5,
20)
De ellos
dice el Señor Jesús: “En la cátedra de Moisés se han
sentado los escribas y fariseos. Hagan, pues, todo los que les digan, pero no
imiten sus obras, porque dicen una cosa y hacen otra. Hacen fardos muy pesados
y difíciles de llevar y los echan sobre las espaldas de los hombres, pero ellos
ni con el dedo los quieren mover. Todo lo hacen para que los vea la gente.
Ensanchan las filacterias y las franjas del manto; les agrada ocupar los primeros
lugares en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; les gusta
que los saluden en las plazas y que la gente los llame ‘maestros’. (Mt 23, 1ss)
¿Para quién es dirigido
este Evangelio? Las
personas a las que se dirige este Evangelio, no son los fariseos y escribas,
sino "las multitudes y sus discípulos", a los cuales Jesús trata de
advertir de las actitudes de estos grupos que tanto habían influido
negativamente. En dos partes podemos dividir el Evangelio, la primera es una
advertencia sobre la hipocresía y soberbia de los escribas y fariseos; y la
segunda son algunos criterios básicos para la convivencia de la comunidad que
ha de seguirlo. Las advertencias que
Jesús realiza son tres básicamente:
- Su hipocresía o doble vida: “Hagan pues, todo lo que les digan,
pero no imiten sus obras, porque dicen una cosa y hacen otra”.
- Su egocentrismo: “Todo lo hacen para que los vea la gente. Ensanchan las
filacterias y las franjas del manto”.
- Y la búsqueda de poder: “Les agrada ocupar los primeros lugares en los banquetes y los
asientos de honor en las sinagogas; les gusta que los saluden en las
plazas y que la gente los llame ‘maestros’ ”. Era muy importante seguir
estas tres advertencias para no caer en actitudes que dañaran la
comunidad.
¿Qué nos pide Jesús hoy
a los Ministros religiosos? Jesús no sólo denuncia lo que no hemos de hacer, sino que nos propone
de manera positiva las actitudes de debemos guardar entre nosotros:
- Cultivar la conciencia de ser Hijos del mismo Padre: “porque el Padre de ustedes es
sólo el Padre celestial”.
- Construir la Fraternidad: “todos ustedes son hermanos”. Ámense
sin fingimiento. (Rm 12, 9)
- Descubrir la diaconía o servicio: “Que el mayor de entre ustedes sea su
servidor”. (Mt 20, 26)
De esta manera podemos comprender mejor que la advertencia de Jesús de
no llamar padre, guía o maestro a nadie, es buscando resaltar la igualdad que
hemos de vivir entre todos nosotros seguidores de Cristo, y no tanto, el uso
específico de la palabra misma. Por lo tanto, si a alguien se le llama aquí en
la tierra padre, maestro o guía será sólo por participación en el ministerio de
Cristo, único maestro y guía del Pueblo de Dios. Es decir, nadie puede hablar o
dirigir a otro si Cristo no le ha dado tal autoridad y además este liderazgo se
ha de ejercer desde el servicio y con humildad.
Vivir como hijos de
Dios para vivir como hermanos: “Les doy este mandamiento: que se amen los unos
a los otros como yo los he amado”. (Jn 13, 34) Jesús nos llama en su evangelio a vivir intensamente
nuestra condición de hijos de Dios, iguales ante Él y por lo tanto, entre
nosotros. Padre tenemos uno, por eso cuando un hijo llama padre o madre a
quienes lo han engendrado es porque Dios les ha participado de su paternidad; y
si un cristiano llama padre a un sacerdote es porque Dios le ha participado de
su amor paternal. Por eso, somos todos iguales, hijos del mismo Amor y por lo
tanto hermanos unos de otros. A la luz de las palabras de Jesús descubrimos el
fin para el cual fuimos creados: Para
ser hijos de Dios, hermanos unos de los otros y para ser servidores, compartiendo
los dones que Dios nos ha regalado para nuestra propia realización y para la
realización de los demás. Tres realidades que se entrelazan y complementan
entre sí. Quien descuide una sola de ellas, rechaza, las otras dos: Quien
quiera ser hijo de Dios que acepte ser hermano y tenga presente el Mandamiento
de Jesús: “Les doy este mandamiento: que se amen los unos a los otros como yo
los he amado”.
“Hermanos míos, no mezcléis con la acepción de personas. El
apóstol Santiago nos habla de un pecado religioso que muy poco se reconoce y no
se confiesa: “Hermanos míos, no mezcléis con la acepción
de personas la fe que tenéis en nuestro Señor Jesucristo glorificado.
Supongamos que entra en vuestra asamblea un hombre con un anillo de oro y un
vestido espléndido, y que entra también un pobre con un vestido andrajoso; y
supongamos que, al ver al que lleva el vestido espléndido, le decís: «Siéntate
aquí, en un buen sitio», mientras que al pobre le decís: «Quédate ahí de pie»,
o «Siéntate a mis pies». ¿No sería esto hacer distinciones entre vosotros y ser
jueces con mal criterio?” (Snt 2, 1- 4). El pecado religioso de hacer acepción de
personas es hijo de la mentira que engaña a las multitudes diciendo “¿Cuánto
tienes, cuánto vales?” La mentira es la fuerza del Mal.
Vivamos esta Cuaresma
construyendo la fraternidad, el trato amable con los que nos rodean, en nuestra escuela, trabajo, casa o
parroquia. Si no vivimos así, no seremos más que esos fariseos que caminaban
con “aires de superioridad” despreciando al pobre y maltratando a las viudas. La
filosofía popular dice: “¿Cuánto tienes, cuánto vales?” El hombre es valorado
por lo que tiene o por lo que sabe, esta es la gran mentira que ha dividido a
la sociedad en clases: ciudadanos de primera, segunda, tercera y más. Los que
tienen valen más que los que no tienen, y éstos, a la vez valen menos. Esta es
la “gran mentira” que usa la sociedad para ganarnos y hacernos perder la
conciencia de fraternidad. ¡Cuántas desigualdades resquebrajan nuestra
sociedad! Desigualdades por el dinero, por el poder, por los conocimientos, por
las edades, por la condición social, etc. El problema no es que existan
diferencias entre nosotros, esa es una riqueza para la sociedad. El problema
está en que por esas diferencias nos tratemos como si fuéramos unos más que
otros, y luego nos envidiamos, nos odiemos y nos agredimos.
Qué nuestro propósito sea: “Tratar
a todos como me gustaría que me tratasen a mí.” Cuidar mis palabras y
actitudes, pues son las que me llevan a caer en la hipocresía.
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