No ambiciono grandezas que
superan mi capacidad
Iluminación: “Recibid ahora esta
advertencia, sacerdotes: Si no hacéis caso ni tomáis a pecho dar gloria a mi
Nombre, dice Yahvé Sebaot, lanzaré contra vosotros la maldición y maldeciré
vuestra bendición; la maldeciré porque ninguno de vosotros toma nada a pecho.
Voy a dejaros sin brazo, os echaré estiércol a la cara, el estiércol de
vuestras fiestas, y seréis aventados con él” (Ml 2, 1- 3)
Desarrollo del Tema.
"Si no hacéis caso ni tomáis a pecho dar
gloria a mi Nombre…” (Ml 2, 2) En tiempos del
profeta Malaquías, los sacerdotes de la Antigua Alianza habían olvidado sus
obligaciones como hombres de Dios. Rompieron el pacto hecho con Yahvé y en
lugar de guiar al pueblo por buenos caminos, lo descarriaban por senderos
torcidos que no conducían hasta Dios. Por su negligencia, cuando no por su
malicia, muchos se olvidaron del Señor y se apartaron de su divina ley. Delito
grave que hace clamar al profeta con tonos airados contra esa actitud indigna y
nefasta para el pueblo.
Sacerdotes de entonces que cometieron el
tremendo delito de alejar a los hombres del verdadero Dios. Hoy también se
puede repetir ese hecho. Y, aunque sea duro reconocerlo, también se repite,
empezando por mí... Quizá sea una buena ocasión para hacer examen de conciencia
y rectificar. Y también puede ser el momento de pensar que todos hemos de echar
una mano a los sacerdotes y rezar por ellos. Para que sean fieles a la misión
salvífica que Dios les ha encomendado y sean un estímulo continuo para el bien
y nunca para el mal.
"Pues yo os haré despreciables y viles ante el
pueblo" (Ml 2, 9) Despreciables y viles. A los ojos del
pueblo. Terrible condena de Dios que con frecuencia ha sido una realidad en la
Historia. Sin embargo, muchas veces ese desprecio contra el sacerdote ha sido
injusto, sacrílego incluso. Entonces la convicción de que Dios está junto a su
elegido ha sido fortaleza para los mayores heroísmos de los ministros del
Señor. Pero, otras veces ese desprecio es el resultado de una justa indignación
ante situaciones inadmisibles. Es un peligro que tiene siempre el sacerdote:
olvidarse de que ha de encarnar la figura de Cristo en su propia vida, y
pretender llevar a cabo su misión por otros caminos que los señalados por Dios.
Me consta, he conocidos a grandes sacerdotes que han sido una luz en mi camino.
Su testimonio siempre me ha sido de gran ayuda.
“Señor,
tú dijiste a los apóstoles que los enviabas como ovejas en medio de lobos” (Mt 10,
16). Difícil tarea que has puesto en manos de tus sacerdotes. Por eso no debe
extrañarnos que a veces fallen. Y de ahí también que nos esforcemos por
comprenderlos, por perdonarlos, por ayudarles, por animarlos a seguir con la
ilusión de los principios por la empinada senda del sacerdocio de Cristo. Será
por eso que el Señor recomienda a sus discípulos: “Sed, pues, prudentes como
las serpientes, y sencillos como las palomas” (Mt 10, 16) Las serpientes, no
obstante, la corten en pedazos, mientras conserven su cabeza, siguen vivas y
siguen siendo peligrosas. La cabeza de la Iglesia es “Cristo”. Si el sacerdote o el cristiano, pierde se “cabeza” pierde la
fe y se queda vacío de su contenido. La recomendación del Señor a los suyos es
la misma ayer, hoy y mañana (cf Heb 13, 8): “Aprendan de mí que soy manso y
humilde de corazón para que en mí tengan descanso” (cf Mt 11, 29)
"Señor,
mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros..." (Sal 130,1) Es
muy difícil frenar las ambiciones del hombre. Todos, de una forma u otra,
llevamos dentro el deseo innato de ser más, de tener más, de poder más. Podemos
decir que eso es algo bueno, como bueno es todo lo que hay en la condición
humana de modo connatural. En el fondo esa continua ambición, ese anhelo
siempre insatisfecho, es prueba de que hemos nacido para cosas mayores, para un
destino muy alto que sólo en el mismo Dios se realizará. Por eso si la ambición
que late dentro de nuestro corazón la encauzamos hacia el bien, si siempre
aspiramos a ser mejores, si crecemos más y más en el amor, esos deseos y
anhelos, esa continua insatisfacción de nosotros mismos puede llevarnos a metas
muy elevadas, a estar siempre jóvenes en la ilusión y en la esperanza, a luchar
con espíritu deportivo contra los obstáculos que se interponen en nuestro afán
de ser santos.
"...no pretendo grandezas que superan mi
capacidad" (Sal 130, 1) Ser ambiciosos en el amor a Dios
y a nuestros hermanos los hombres. Y no serlo para nada más. Es decir, saber
conformarse con lo que uno tiene y con lo que uno buenamente pueda tener.
Luchar por el bienestar personal y el de los nuestros, pero al mismo tiempo,
saber conformarse con lo que la vida nos depare, estar contento con lo que Dios
quiere disponer para nosotros. Pensemos que quien sabe contentarse con menos
tendrá siempre más, que quien sabe vivir con poco vivirá siempre con mucho,
persuadido de que Dios es un Padre providente y bueno, poderoso y sabio.
En lugar de soñar con grandezas, en
lugar de querer ser más de lo que se es, nos aconseja el salmista acallar y
moderar los propios deseos, ser como un niño en brazos de su madre. Qué imagen
tan bonita y tan sencilla, tan expresiva y tan clara. Si somos humildes, si
somos capaces de adaptarnos a las circunstancias, si la ambición no nos domina,
entonces viviremos tranquilos y serenos en esta tierra, y felices para siempre
en la otra. Ojalá aprendamos la lección de hoy y nos asemejemos a ese niño que
descansa tranquilo en el seno de su madre.
"Os
tratamos con delicadeza, como una madre" (1 Ts 2, 7) San Pablo
era sin duda un hombre recio, un carácter fuerte y enérgico. Así lo revelan las
proezas que llevó a cabo, también sus palabras, con frecuencia, ardientes y
vibrantes, pronunciadas con toda autoridad. Pero junto a esa fortaleza y
reciedumbre tenía el Apóstol una enorme capacidad de ternura y de cariño, era
como una madre que trata a sus hijos con delicadeza y hasta con mimo. Tanto los
quiere, explica, que no sólo les ha entregado el Evangelio de Dios, lo mejor
que tenía, sino que se les entregó a sí mismo, sin escatimar sacrificio alguno
por ayudarles. Su figura es un modelo, una muestra de lo que han sido los
buenos ministros de Dios, una imagen de lo que es el sacerdote en la Iglesia,
llamada con razón nuestra santa Madre Iglesia. Su primer jerarca es llamado
también el Papa o Santo Padre.
"...la acogisteis, no como palabra de hombre,
sino, cual es en verdad, como Palabra de Dios" (1 Ts 2, 13) La gente
ha llamado siempre al sacerdote con el entrañable nombre de padre. Con ello se
pone de manifiesto la fe del pueblo sencillo que ve en el servicio de la
Iglesia, a través del Papa y de los sacerdotes, un servicio de amor y de
entrega, de abnegación y desinterés. Y si no fuera así estaríamos traicionando
a Cristo y a sus primeros apóstoles, que nos marcaron con su conducta y con su
palabra el camino que habíamos de seguir.
Los cristianos de Tesalónica ayudaron al
Apóstol en su ministerio. Sobre todo por la manera de corresponder a su predicación.
Ellos supieron descubrir y aceptar que las palabras de aquel judío de Tarso
tenían una fuerza divina, eran no sólo palabra de hombre, sino también, Palabra
de Dios. Nos puede parecer que aquello era inadmisible, decir que lo que
hablaba Pablo era Palabra de Dios. Desde el punto de vista de la sola razón así
es, pero no desde la perspectiva de la fe. Para quien tiene fe, también hoy la
Palabra de Dios sigue resonando en nuestros oídos, revestida con el pobre
ropaje del decir humano. Es preciso creer, saber que a través del hombre nos
habla Dios. Hay que escuchar y leer, meditar y vivir la sagrada Escritura como
lo que en verdad es, Palabra de Dios.
"En la cátedra de Moisés se han sentado los
letrados y los fariseos..." (Mt 23, 1) Es curioso e
interesante ver cómo Jesucristo respetó a los que hacían de guías en su pueblo.
Considera que lo que enseñan es correcto y, por tanto, hay que atenderlos y
obedecerlos. Ellos transmitían la Ley de Dios promulgada por Moisés, y esa Ley
permanecía en vigor por voluntad divina. Por eso no es cierto que Jesús fuera
un rebelde ante el orden constituido, un revolucionario que estaba en contra de
la autoridad de su tiempo. Sin embargo, Jesús previene a la gente que le
escucha contra la conducta de los fariseos, que decían una cosa y hacían otra,
no adecuaban su conducta con su doctrina. Eran unos hipócritas que presumían de
ser gente honorable, despreciando a los demás. Hipocresía y soberbia, esos eran
los dos defectos que chocaban frontalmente con el estilo y la doctrina de
Jesucristo. La hipocresía, el aparecer bueno ante los demás y ser en realidad
un indeseable, es un defecto que repele a todo hombre honrado. Jesús que
defendía la sinceridad, que amaba la verdad, tenía que chocar necesariamente
con ellos. Él conocía el interior del hombre, y por eso se irritaba contra
quienes presumían de hombres justos, sin serlo.
“No
juzguen para no para que no sean juzgados” (Mt 7, 1) Esa
actitud les llevaba, en efecto, al orgullo. Se consideraban mejores que los
demás y despreciaban al prójimo. Enseñaban a todos y no permitían que nadie les
enseñara. “En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y fariseos” (Mt
23, 1) De ahí que no pudieran admitir que Jesús, un aldeano de Nazaret,
pretendiera enseñarles a ellos. El fariseísmo, un fenómeno humano que nos
repele y que, sin embargo, es muy frecuente entre los hombres, siendo fácil
caer en él. Hay que estar atentos, vigilantes, hay que ser humildes y sinceros,
luchar contra esa tendencia a juzgar con ligereza al prójimo, a considerarnos
mejor que los otros, y a rechazar cualquier posibilidad de aprender de los
demás. Tiende aparecer en los días de la “infancia espiritual” el peligro es no
luchar para eliminarlo.
Señor: Que no equivoque tu gloria por mi propia
gloria. Que mi humildad sea fruto de andar con la verdad. Que mis palabras vayan
armonizadas con mis obras. Que la fuente de mis obras esté siempre en Ti.
Que busque
siempre un primer puesto para el servicio Que “mi amor saque amor”
como decía Teresa de Jesús. Que me sienta contemplando por ti y que nada
desdiga de mi amistad contigo Que ensanche, no la apariencia del mundo,
sino la bondad de mi corazón. Que mi gloria sea el darte gloria amando a
aquellos que me rodean. Que mi eficacia y mi fuerza sea el permanecer unido a
Ti. Que nunca, Señor, pueda decir que pienso y quiero distinta cosa de lo que
siento y realizo. Que viva y abrace tu Voluntad cada día de mi vida.
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