Jesús es
Señor para Gloria de Dios Padre
OBJETIVO: Presentar a Jesús de Nazareth muerto, resucitado,
glorificado y constituido como Señor y Cristo: cabeza de todo lo creado y
centro de nuestra fe cristiana para que ante él toda lengua lo proclame y toda voluntad lo acepte como Señor.
1. La fe de la Iglesia
“Nadie hablando con el Espíritu de Dios, puede decir:
“Anatema sea Jesús”; y nadie puede decir: “Jesús es Señor”, sino con el
influjo del Espíritu Santo” (1Co 12, 3). Dios ha abierto a los hombres un camino que
pasa por los acontecimientos de la salvación: muerte y resurrección de Jesús.
Camino que no nace del silencio sino de la escucha. Es el camino del Kerigma:
¡Jesucristo ha muerto! ¡Jesucristo ha resucitado! ¡Jesucristo es el Señor!
Esta es la fe que los apóstoles trasmitieron a la
Iglesia y que ella quiere hoy día despertar en cada uno de los bautizados e
incluso en las mismas piedras. Jesús de Nazareth, el profeta que murió en la
Cruz por los pecados de todos los hombres, ha resucitado y ha atravesado los
cielos para sentarse a la derecha del “Trono de Dios” y ha sido constituido
“Señor y Cristo” (Hech 2, 36).
2.
En el REINO DE DIOS nadie
vive para sí mismo.
El grito de alabanza que se escuchaba
como un estallido en las asambleas cristianas después de Pentecostés, llenaba a
unos de rabia y a otros de alegría: “Jesús es Señor” para gloria de Dios Padre.
La alegría de los cristianos está en conocer, amar y servir a Cristo para decir
con Santo Tomás: “Mi Señor y mi Dios”. Realidad que sólo puede ser posible,
cuando, por la acción del Espíritu Santo
nos sumergimos en la Voluntad del Padre, haciendo de su Hijo el Principio, el
Centro y el Fin de nuestra vida.
En el Mundo el hombre
vive para sí mismo; muchas veces bajo el dominio de las cosas, de las personas
o de las ideologías. No así, en el Reino de Cristo, donde nadie vive para sí
mismo: “Si vivimos para el Señor,
vivimos; y sí morimos para el Señor, morimos; tanto en la vida como en la
muerte somos del Señor (Rm 14, 8). Lo que realmente estamos diciendo es que
el hombre es un ser para la entrega, que nuestra vida no nos pertenece, su
Dueño es el Señor. Es muy bueno que ya estemos diciendo que Jesús es nuestro
Salvador, pero, es también necesario que reconozcamos a Jesús como SEÑOR DE
NUESTRA VIDA Y DE NUESTRA HISTORIA.
El camino para vivir el
Señorío de Jesús es: “Ser de Cristo” (1Co 3, 23). Ser pertenencia de Cristo,
que Jesús sea el “Mero, Mero” en tu vida. Ser de Cristo implica haberlo
recibido como Salvador y haber recibido su perdón y su paz. San Pablo en la
carta a los Gálatas nos dice: “Para ser
libres nos liberó Cristo” (Gál 5, 1). Libres de toda esclavitud, y libres
para servir a los hombres. Es la enseñanza del Maestro: “No he venido a ser servido, sino a servir” (Mc 10, 45). Jesús ha
venido a nuestra vida para liberarnos del pecado, de la idolatría, destruir las
obras del Diablo y darnos el don del Espíritu Santo.
La verdad es que el
hombre ha sido puesto en mundo para ser amo y señor de las cosas: vivir por
encima de ellas; no fue creado para vivir por encima de los demás, como tampoco
fue creado para vivir por debajo de los otros. Los señores de la tierra son
opresores, son explotadores, están llenos de mentira, fraude y engaño, quienes
viven el Señorío de Cristo no son de esos.
El hombre existe para entregarse, para darse
para servir a impulsos del amor. Con su voluntad el hombre se ata, se adhiere a
“algo” o a “alguien”. El ser humano se ata o se une a lo que ama, aquello que
la inteligencia le presenta como bueno. ¿Qué sucede si me ato al mal?, ¿Qué
sucede si me adhiero al bien?, ¿Qué sucede si me uno a Dios? Si me uno al mal,
me hago malo, si me uno al bien me hago bueno y si me uno a Dios me divinizo.
Me hago uno con Él en Cristo Jesús, “Camino, Verdad y Vida”, y todo el que se
une a Él, vive en la verdad, practica la
justicia, camina en la libertad y vive para amar. En pocas palabras se realiza
plenamente como ser humano.
El hombre que se
adhiere al error, es un oprimido y es esclavo del mal. En cambio si se
adhiere al bien se hace siervo de Dios. De la misma manera que el hombre
que vive para sí mismo se asfixia en su propio ego. No hay término medio, o
frío o caliente[1].
Sólo hay dos caminos, uno lleva a la vida el otro al libertinaje y por ende a
la muerte[2].
No hay término medio, si tú me dices yo tengo mi propio camino, ese sería un
camino, ni tan ancho ni tan angosto, ni frío ni caliente, más bien sería tibio
y la Palabra de Dios nos dice que la tibieza espiritual no es grata a Dios. “Conozco tu conducta, no eres ni frío ni
caliente; ahora bien puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a
vomitarte de mí boca” (Ap 3, 15- 16).
3. ¿Qué significa el término Señor?
Para los judíos el Nombre de Dios es tan sagrado que
nadie se atreve a pronunciarlo. Sólo el Sumo Sacerdote el día del YomKippur, o día de la “Gran expiación”,
llevando en sus manos la sangre de las víctimas entraba en el lugar “Santo de
los Santos” y en presencia del Altísimo pronunciaba el nombre de Dios. Era el
Nombre que Dios le había revelado a Moisés en medio de la zarza ardiendo,
compuesto de cuatro letras, que a nadie le era lícito pronunciar el resto del
año. Se sustituía con el nombre de Adonai,
que quiere decir Señor.Adonai que en
griego se dice Kyrios, en latín se
dice Dominus y en español, Señor.
1. Por la Obediencia del Hijo
San Pablo nos dice que Jesús por su obediencia
recibió el Nombre que está sobre todo nombre… y que toda lengua proclame y toda
rodilla se doble “Jesucristo es Señor” para gloria de Dios Padre (Flp 2, 8-11).
Lo que Pablo quiere expresar con la palabra Señor es precisamente aquel Nombre
que proclama el Ser divino. El Padre ha dado a Cristo su mismo Nombre, y su
mismo Poder. Esta es la verdad inaudita
que encierra nuestra fe cristiana: “Jesucristo es el Señor”, “Jesucristo es “El
que es”, el Viviente. Es Dios con nosotros.
Pero Pablo no es el único que proclama esta verdad:
“Cuando levantéis al Hijo del Hombre, sabréis que YO SOY”, nos dice san Juan en
su Evangelio (Jn 8, 24). Y también dice: “Si no creéis que YO SOY, moriréis por
vuestros pecados”. La remisión de los pecados tiene lugar ahora en ese Nombre,
en esa Persona, en Jesús, el Hijo amado del Padre. En su Nombre los enfermos
son sanados, los demonio son expulsados y los pecados son perdonados.
Para san Juan el Nombre divino está íntimamente
ligado a la obediencia de Jesús hasta la muerte: “Cuando levantéis al Hijo del Hombre sabréis que Yo Soy y que no hago
nada por mi cuenta, sino que hablo como el Padre me ha enseñado” (Jn 8,
28). Jesús no es Señor contra el Padre o en lugar del Padre, sino “para la
gloria del Padre”.
Esta hermosa Verdad que es un secreto, que está
vedada para el mundo, hoy la Iglesia nos la revela, nos la entrega a los que
hemos creído en el que Dios ha enviado, lo hemos aceptado como nuestro Salvador
y ahora nos invita a aceptar su señorío sobre nuestras vidas. Ese dominio de
Dios que fue rechazado por el pecado ha sido sustituido por la obediencia de
Cristo, el nuevo Adán. En Jesús y por Jesús Dios ha vuelto a reinar desde la
“Cruz” por eso que toda rodilla se doble y que toda lengua proclame que Jesús
es Señor: “Para eso murió y resucitó
Cristo: para ser Señor de vivos y muertos” (Rm 14, 9).
2. La fuerza objetiva del Nombre.
La fuerza objetiva de la frase “Jesús es el Señor”
reside en hecho de que hace presente la Historia. Esa frase es la consecuencia
de dos acontecimientos fundamentales: Jesús “murió por nuestros pecados y
Jesús resucitó para nuestra
justificación” (Rm 4, 25). Por eso Jesús es el Señor. Hoy y aquí se
hacen presentes con toda su fuerza sí los proclamamos con fe, es decir, sí
aceptamos a Jesús en nuestra vida y nos sometemos a su voluntad: “Haced lo que
Él os diga”, nos dice María la madre en las Bodas de Caná (Jn 2, 5). Ninguno de
nosotros tenemos un retrato del Espíritu Santo, pero, gracias a su acción y a
sus manifestaciones, todos podemos ver hoy día al Señor Jesús.
“Si tus labios profesan
que Jesús es el Señor y tú corazón cree que Dios lo resucitó de entre los
muertos, te salvarás”
(Rm 10, 9). Con el corazón se cree y con los labios se confiesa que Cristo está
vivo, que Cristo Reina, que Él es Señor.
Recordemos una de las apariciones de Jesús
resucitado a sus discípulos. Un buen día después de la pascua, a Pedro se le
ocurrió ir a pescar, algunos discípulos se fueron con él. Pescaron toda la
noche sin conseguir nada, al amanecer apareció en la orilla un hombre que se
puso a hablar con ellos desde lejos. De pronto en el discípulo que Jesús
amaba, se encendió una luz en su corazón
y exclamó: “Es el Señor” (Jn 21, 7). Y entonces todo cambió en la barca.
Con razón dice san Pablo que nadie puede decir:
“Jesús es el Señor” sino es bajo la acción del Espíritu Santo, (1Co 12, 3).
Cuando la Palabra es escuchada con fe se hace “viva y eficaz” por la fuerza del
Espíritu Santo que actúa en ella. Se trata de un acontecimiento de gracia que
podemos preparar, desear y favorecer, pero, no provocar por nosotros mismos.
Puede por gracia de Dios ardernos el corazón al estar escuchando la palabra del
Kerigma como ardía el corazón de los discípulos de Emaús, cuando Jesús les
abrió la mente y les explicaba las Escrituras, pero también, puede que no
sintamos nada y que sólo nos demos cuenta de lo que realmente está ocurriendo
hasta después de algunos años.
3. El aspecto subjetivo del Nombre
En la frase “Jesús es
el Señor” hay también un aspecto subjetivo, que depende de quién lo pronuncia.
En los evangelios los demonios nunca pronuncian este título de Jesús. Ellos
llegan a decirle: “Tú eres el Hijo de Dios” y “Tú eres el Santo de Dios” (Mt 4,
3; Mc 3, 11). Pero nunca los oímos exclamar: “Tú eres el Señor”. Decir: “Tú
eres el Hijo de Dios”, es reconocer un dato que ellos no pueden cambiar. Pero
decir “Tú eres el Señor” es algo muy distinto. Implica una decisión personal.
Implica reconocerlo como Señor y someterse a su dominio. Si lo hiciesen
dejarían de ser demonios y se convertirían en ángeles de luz.
Aceptar a Jesús como Señor implica entrar libremente
en el ámbito de su dominio. Es como decir: Jesucristo es mi Señor porque Él
murió por mis pecados y resucitó para darme vida eterna y ahora yo, libre,
consciente y amorosamente me entrego a Él y me abandono en sus manos para que
haga en mi, su Voluntad. Esto implica aceptar a Jesús como Salvador, como
Maestro el Señor de nuestra vida y de nuestra historia. Someter a Él toda la
existencia para que sea el “Alfa y Omega”, el “Centro de nuestra vida”. San
Pablo lo expresa con esta hermosa realidad, diciendo: “Ninguno de nosotros vive
para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Sí vivimos, vivimos para el Señor,
tanto, en la vida como en la muerte somos del Señor (Rm 14, 7-8). Él es la
razón y el sentido de mi vida, por eso puedo decir “Yo vivo para Él y ya no vivo para mí”.
4. Vivir el Señorío de Cristo
Cuando Jesús es el Señor de nuestras vidas podemos
decir con el Apóstol: “Vivir para sí mismos es muerte, mientras que vivir para
el Señor es Vida en abundancia” (Jn 10, 10). Antes de que existiesen los
Evangelios, existía ya esta noticia: “Jesús ha resucitado” Él es el Mesías, “Él
es el Señor”. En esta noticia que nació con la Pascua estaba encerrada ya, como
una semilla, toda la fuerza de la predicación evangélica. Esta predicación es
el origen de la fe. Pero, no basta con decir: Jesús es el Señor”; es preciso
además que toda “rodilla se doble”. No son dos cosas separadas, sino una sola
cosa. Quien proclama a Jesús como Señor tiene que hacerlo doblando la rodilla,
es decir, sometiéndose con amor a su realidad, doblando la propia inteligencia
a la fe. Se trata de renunciar a la propia seguridad y a los propios
razonamientos que nos da la sabiduría de este mundo para obedecer a la verdad
una vez que la hemos encontrado. Aceptar el Kerigma implica estar “dispuestos a
someter a Cristo todo pensamiento, todo lo que tengo y todo lo que soy” (2Co
10, 4-5). En otras palabras, es necesario estar en la cruz, porque toda la
fuerza del señorío de Cristo brota de su Cruz.
“No me avergüenzo de la
cruz de Cristo” (Rm 1,
16), y no me avergüenzo del Kerigma, la tentación es fuerte. ¿Qué sentido tiene
hablar de que Cristo ha resucitado y de que es el Señor, mientras que a nuestro
alrededor existen problemas concretos que acosan al hombre: el hambre, la
injusticia, la guerra…? En la época de Pablo unos pedían sabiduría, mientras
que otros pedían milagros. Hoy una parte del mundo pide justicia y otra pide
libertad. Pero nosotros predicamos a un Cristo crucificado y resucitado (1Co 1,
23), porque estamos convencidos de que en Él tienen su fundamento la verdadera
justicia y la verdadera libertad. Un velo grueso cubre la mente de muchos
hombres, aún cristianos, pero cuando se vuelvan hacia el Señor y descubran el
señorío de Cristo, se les quitará el velo (cf 2Co 3, 15-16), no antes. Cuando
profesemos con nuestros labios y doblemos nuestra rodilla; cuando sometamos
nuestra voluntad y aceptemos a Jesús como “Centro, Principio y Fin de nuestras
vidas”, entonces “Veremos como en un espejo la Gloria del Señor” (2Co 15-16), y
exclamaremos con las primeras comunidades: “Maranatha”, es decir, “Ven Señor
Jesús.
5. ¿Cómo vivir el señorío de Cristo?
Existen dos capitanes,
dos señores, dos reinos: el de la luz y el de las tinieblas. En el Reino
de la luz, Cristo es el Rey, es el
Capitán, mientras que el reino de las tinieblas, el Diablo es el jefe. ¿En cuál
reino te encuentras?, ¿Cómo saberlo? ¿Cuál voluntad estás haciendo? ¿Tú
voluntad o la de Dios? En el reino de la Luz sólo viven los que hacen la
voluntad de Dios manifestada en Cristo Jesús[3].
¿Cómo hacer a Cristo Jesús Señor de nuestras vidas? Exige las siguientes
condiciones:
a) El encuentro personal con Jesús,
Buen Pastor.
Encuentro liberador y
gozoso que divide la vida de los creyentes en dos: antes y después de conocer a
Cristo[4].
Antes yo era el rey, el centro de mi vida. Mi felicidad estaba en las cosas:
dinero, sexo, alcohol, droga, amigos, carros, etc. El Señor estaba fuera de mi
vida. Con el encuentro con Cristo se inicia el proceso, Él entra en mi vida y
se experimenta el poder de Dios y lo bueno que es el Señor.
Ø La clave: “Hacer
en todo la voluntad de Dios”. “Haced lo
que Él os diga” (Jn 2, 5). Buscar y realizar su voluntad es poner a Jesús
por encima de todo lo creado. El cristiano que camina con decisión por los
caminos de Dios aprende a discernir entre el bien y el mal, y se hace adulto en
la fe, capaz de vivir de una manera digna según el Señor, dando frutos buenos y
creciendo en el conocimiento de Dios (Col 1, 9-10).
Ø La Ley: Amar
como Jesús, a todos y siempre. Cuando la Ley de Cristo reina en nuestros
corazones, las cosas ya no se hacen por obligación ni por que toca; todo se
hace con alegría y por amor al Señor, por eso se puede decir con san Pablo: “Todo lo que era importante para mí, lo
considero basura y lo doy por pérdida ante la sublimidad del conocimiento de
Cristo, mi Señor” (cfFlp 3, 10-11).
Ø El compromiso:
ser servidor de los demás. Jesús es Señor de los que permiten que Él les lave
los pies. Jesús dice: “Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y lo soy, pues si yo que soy Maestro y Señor les
he lavado los pies, haced vosotros lo mismo” (Jn 13, 13-14). El señorío de
Jesús es para el servicio del hombre: “El Hijo del Hombre no ha venido a ser
servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mt 20, 28).
b) La purificación del corazón o
destrucción de los Ídolos.
El Señor Jesús no entra
en nuestros corazones con susmanos vacías. ¿Qué lleva? La Espada del Espíritu[5], viene
a echar fuera de “Casa” todo lo que no sirve[6],
lo que ocupa el lugar de Cristo; viene a destruir nuestros falsos dioses. Entra
también en nuestros corazones como Luz que ilumina todas las dimensiones de
nuestra vida. Paso a paso, de obra en obra, el Espíritu del Señor va rompiendo
ataduras, destruyendo ídolos, limpiando la casa; sacando los espíritus de
machismo… espíritu de brujería… espíritu de alcoholismo… espíritu de adulterio…
espíritu de libertinaje… espíritu de grosería, fuera y al fuego.
c)
La opción por
Jesucristo y rompimiento con el mundo.
El
Señor Jesús no pide poco, tampoco pide mucho, Él lo pide todo. Pide pero no
exige. Es un Caballero y respeta nuestra libertad: “Si alguno quiere venir en
pos de mí…[7]¿Cuándo
se hace la opción por Jesús?, ¿En qué momento? La opción por Jesús es un
momento de gracia, es don y respuesta… implica dos certezas:La certeza que Dios me ama… “me amó y se entregó por mí”[8]. Y
la certeza que yo también lo amo… y hago alianza con Él. Cuando esta doble
certeza se enraíza en el corazón de los discípulos entonces, libre y
conscientemente se decide uno por Cristo y por su Evangelio. Es decir, se
guardan los Mandamientos y se acepta libre y gozosamente la llamada al
servicio. Jesús pregunta a Pedro: “¿Pedro, me amas?”[9].
Él no hace alianza con esclavos…pero también nos advierte: el mundo los odia
porque ustedes me aman, si ustedes me
odiaran el mundo los amaría[10].
d)
Vida
de pertenencia a Jesús.
Mateo
en el Evangelio nos presenta la parábola de la “perla preciosa”. (Mt 5, 45). La
Perla no será nuestra si no estamos dispuestos a darlo todo: familia, amigos,
bienes materiales, morales, defectos, vicios, enfermedades. Entregar lo bueno y
lo malo. Ponerlo todo a los pies de Cristo Para que pueda ser el Señor nuestro. No somos de las cosas, somos del Señor
con todo y cuanto tenemos, por eso, lo que sabemos, tenemos y somos, todo lo
ponemos con alegría al servicio de quien lo necesite. El Señorío de Jesús es el
camino de desprendimiento y de comunión con Dios y con los demás especialmente
los más pobres.
e) Vida consagrada al Señor.
La
vida humana solo se hace cristiana cuando se gira en torno como siervo de
Jesús; sólo entonces es fuente de
alegría cristiana. Sierva de Dios fue el título favorito de María: “He aquí la
esclava del Señor” (Lc 1, 38). Pablo, siervo de Jesucristo por voluntad del
Padre, reconoce, acepta y proclama el Señorío de Jesús y se consagra totalmente
y con alegría a su servicio. Razón por la que puede vivir para Dios y
confesarnos que todo lo que antes de
conocer a Cristo era valioso para él,
después de haber experimentado lo sublime del amor de Cristo, lo
considera basura, lo da por pérdida (Flp 3, 7). Reconocer, aceptar y proclamar
a Jesús como Señor es algo que solo puede ser fruto de la acción del Espíritu
Santo en nuestra vida.
6.
Con la fuerza del Espíritu
Para poder
proclamar con credibilidad y con fuerza el reino de Dios, Jesús de Nazaret se
convirtió voluntariamente en siervo. El es el profeta que desenmascara y vence
todos los poderes enemigos que luchan contra el reino de su Padre, y a la vez
proclama con toda valentía el reino de la justicia salvadora y del amor
misericordioso “hasta la muerte y muerte de cruz”[11].
Si confesamos con la
fuerza del Espíritu que Jesús es Señor,[12]también
nosotros experimentaremos un ardiente deseo de verle reconocido y honrado por
todas las gentes y en todas las condiciones de la vida. No podremos abrazar
realmente el reino de Dios y profesar el señorío de Jesucristo sin un celo
activo e intenso por lograr que nuestro Señor Jesucristo sea conocido, amado,
honrado y servido. El modo para vivir hoy el señorío de Cristo es el servicio libre,
consciente y por amor al Reino de Dios.
Oración. Señor
Jesús quiero, hoy, consagrarte mi mente, mi corazón y mi voluntad. También te
entrego mis debilidades, mi pasado, mi presente y mi futuro, en otras palabras
me abandono en tus manos para que Tú hagas en mi tu voluntad, por lo que Tú
hagas conmigo, yo te doy gracias.
[1]Apoc.
3, 15
[2]Cfr
Mateo 7, 13- 14
[3]Cfr
Mateo 7, 21
[4]Cfr
Efesios 5, 8-9
[5]
Efesios 6, 17
[6]Cfr
Juan 2, 16
[7]Cfr
Lucas 9, 23
[8]Gál.
2,20
[9] Juan 21, 15ss
[10] Juan 15, 18-19
[11]CfrFlp 2, 6- 11
[12]CfrRom 1, 14; 1 Cor 8, 6; 12, 3
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