La conversión cristiana según Jesús de Nazareth.
La conversión para Jesús no es algo triste y doloroso
para vivir quejándonos o suspirando por las cebollas de Egipto, con la mano
puesta en el arado y la mirada hacía atrás. Eso no es la conversión. No es cambiar
de costal, es decir, no es dejar de hacer algo malo por que nos conviene o por
agradarle a la gente. Eso no capacita para el Reino de Dios. El anuncio gozoso
de la Buena Nueva, proclamado por Jesús, es como el preludio de toda conversión
Cristiana: Para entrar al reino de Dios exige creer y convertirse (cf Mc 1, 15).
La conversión cristiana es:
1. Ir a Jesús. “Vengan a mí los que estáis
cansados y agobiados”.
(Mt 11, 28) Lo primero es el encuentro con Jesús. No es que seamos nosotros los
que vamos a Jesús, es él, quien nos busca como Buen Pastor; se nos acerca para
indicarnos que andamos equivocados e invitarnos a volver a la Casa del Padre.
El punto de partida de la conversión es la iniciativa de Dios que nos amó
primero: A nosotros nos toca dejarnos encontrar y aceptar el Camino que Él nos
propone. El camino del Amor.
2. Volver a nacer. “En verdad, en verdad os digo, el que no nazca del agua y del Espíritu
no puede ver el Reino de Dios”. (Jn 3, 5). No basta tener ciertas
devociones o algunas prácticas religiosas. No se puede depositar el vino nuevo
en odres viejos, “a vino nuevo odres nuevos”. (cf Mc 2, 22). No basta con
ponerle un parche a nuestra vida o ponernos mascarillas para vernos bien ante
los demás. El oráculo divino dice: Hay que nacer de nuevo. ¿Cómo? Muriendo al
pecado y resucitando con Jesús. Apropiándose de los frutos de la Redención de
Cristo: el perdón y la paz.
3. Hacerse como Niños. “Yo os aseguro que si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis
en el Reino de los Cielos” (Mt 18, 2). En verdad, puro está el niño de
envidia, de odio o de ambición por los primeros lugares El niño posee la mayor
de las virtudes: la humildad unida a la sencillez y la transparencia. Aprender
de Jesús que es Manso y Humilde de corazón, (Mt 11, 29) es tarea para toda la
vida. Si nos faltan estas virtudes nuestra salvación anda coja también en lo
más importante. El camino de la conversión es hacerse como niños.
4. Dar la media vuelta para volver a la Casa
del Padre.
El hijo pródigo salió de la Casa del Padre para irse a un país lejano donde
derrochó los bienes de fortuna viviendo como un libertino. (cf Lc 15, 11ss) La conversión es darse media vuelta para
volver a la Fuente del Amor, a Cristo, a la Casa del Padre. Volver dejando
a atrás y rompiendo con situaciones de injusticia, de fraude, de mentira, de no
salvación; situaciones que no son queridas por Dios. Con la media vuelta
comienza el acercamiento a Dios. El camino de regreso no es fácil porque
tenemos mentalidad de esclavos: “Trátame como uno de tus sirvientes” (Lc 15, 19) y además tenemos mentalidad servil:
“Soy un caso echado a perder, ya no tengo remedio, nada se puede hacer”.
5.
Actuar con misericordia. “En verdad os digo, si vuestra justicia no supera la justicia de los
fariseos no entraréis al Reino de los Cielos”. (Mt 5, 20) La conversión es
a la misericordia o no es conversión: “Misericordia quiero y no sacrificios” nos
recuerda el Señor. La misericordia es amar con el corazón la miseria del otro,
del pobre, del pecador, del próximo, excluyendo de nuestra vida los
sentimientos de grandeza, los juicios despectivos, las actitudes de envidia,
egoísmo y todo sentimiento de mezquindad. “sólo los limpios de corazón pueden
llegar a ser misericordiosos” (cf Mt 5, 7-8), razón por la cual, hemos de
pensar que nuestra conversión, para que sea cristiana, ha de ser radical.
La conversión puede ser
vista como el barbechar del corazón que nos pide el profeta Jeremías para
arrancar la maleza: “Cultivad
el barbecho y no sembréis entre cardos. Circuncidaos para Yahvéh y quitad el
prepucio de vuestro corazón” (Jr 4, 3-4). Cultivar
el corazón exige arrancar los espinos, la mala cizaña y derrumbar las murallas
hemos levantado en nuestro interior impidiendo el sano acercamiento con los
demás y con Dios. Convertirse es sacar fuera la vieja levadura de las pasiones
que gobiernan nuestro corazón para dejar lugar a la nueva levadura de verdad,
justicia, libertad y amor como las nuevas bases que hacen presente el Reino de
Dios en nuestra vida.
¿De
qué nos hemos de convertir?
De todo aquello que impide que el Reino de Dios crezca en nosotros: la
autosuficiencia, la manipulación, la mediocridad, la tibieza, la
superficialidad, la vida mundana, tan llena de ídolos, los vicios, de la vida
según la carne, de las supersticiones, del espíritu del servilismo y de toda
miseria humana. (Ver los 7 pecados capitales)
¿Para
qué nos hemos de convertir?
Para vivir en la verdad, para ser libres, para amar y para servir al Señor
Nuestro Dios como hombres y mujeres de verdad (cf 1ª de Tes 1, 9). Para salir
del conformismo y dejar de ser copia de los demás y títeres de otros. Nuestra
conversión no será cristiana si no nos vaciamos de nosotros mismos para
llenarnos de Cristo: Tener su manera de pensar, de mirar; poseer sus virtudes y
no engreírse por ellas; tener su manera de amar y servir, sin buscar el propio
interés sino la gloria de Dios y el bien de los demás. Reconocemos que la
conversión cristiana es un verdadero camino de sanación interior de miedos,
inseguridades, complejos y de alteraciones de la mente.
¿Qué exige la
conversión?
La conversión a Jesucristo exige el cambio radical de la mente y del corazón.
Pensar con la mente de hijo y con corazón de hermano. Es decir, sin rodeos:
convertirse es llegar a tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús. Esto lo
podemos decir con tres palabras: Convertirse es “Llenarse de Cristo” Podemos decir que la conversión es la transformación de la
mente y del corazón mediante la acción poderosísima del Espíritu de Dios: de
cueva de ladrones el que se convierte a Jesucristo es transformado a casa de
Dios; en casa de oración, en hijo de Dios.
Siguiendo
la enseñanza de Benedicto XV1, Podemos afirmar que convertirse es cambiar de
mentalidad, poner en tela de juicio el propio modo de vivir y el modo común de
vivir. Dejar entrar a Dios en los criterios de la propia vida. No juzgar
ya simplemente según las opiniones corrientes. Dejar de vivir
como viven todos. Dejar de obrar como obran todos. Dejar de sentirse
justificados en actos dudosos, ambiguos, malos por el hecho de que los demás
hacen lo mismo (tomar por que otros toman). Comenzar a ver la propia vida con
los ojos de Dios. No estar pendientes del juicio de la mayoría, sino del juicio
de Dios.
Ciertamente
la conversión es ante todo un proceso de personalización: yo renuncio a vivir
como todos para tomar decisiones propias. Ya no me siento justificado por el
hecho de que todos hacen lo mismo que yo. En otras palabras busco otro estilo
de vida, una vida nueva. La conversión
cuando es verdadera humaniza y personaliza. Teniendo además presente que la
conversión es también una socialización nueva y profunda; se pasa del yo al
nosotros, del mío al nuestro. No hay duda, la conversión de cualquier hombre
hace bien a todos. Cuando el corazón del hombre cambia, cambian también las
estructuras: la familia, la educación, la política, la religión, etc. Dios bendiga a nuestros lectores.
PAZ Y BIEN
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