Picos y valles en la vida espiritual
Objetivo:
Mostrar las exigencias de renunciar a todo lo que no ayuda a que el reino de
Dios crezca en nuestros corazones, para
poder realizar lo que estamos llamados a ser: servidores de los demás.
Iluminación:
“Permanezcan en mi amor; como yo permanezco
en el amor de mi Padre. Si ustedes guardan mis mandamientos permanecen en mi
amor, como yo guardo los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor”
(Jn 15, 9). La coherencia en la fe
necesita también una sólida formación doctrinal y espiritual, contribuyendo así
a la construcción de una sociedad más justa, más humana y cristiana (Benedicto
XVI. Discurso, 12 de mayo del 2007).
1. La experiencia de Dios.
La experiencia de Dios
no es cosa del pasado, es para vivirse día a día. El camino estrecho está lleno
de exigencias, de experiencias, veces dolorosas, otras veces liberadoras, unas
veces gozosas y otras gloriosas. Al principio es una verdadera luna de miel con
el Señor. Dichosa la suerte de los principiantes (Pablo Coello); con sólo
pensar en Dios y desear algo, el Señor le responde diciéndole: “Me llamaste,
aquí estoy. ¿Qué necesitas de mí?” A la misma vez, Dios le sugiere o propone
algo y con alegría hace lo que se le pide; la razón es que ha probado lo bueno
que es el Señor. Llega el día del compromiso, de la “opción radical por Cristo
y se responde con generosidad. Guardar los Mandamientos no es una carga, es una
fiesta.
Después viene la etapa
del desierto, las noches frías y áridas; Dios parece que fuera un espejismo
(Jeremías). Lo que realmente pasa es que ha llegado el tiempo de la madurez
espiritual, del crecimiento en el conocimiento de Dios, mediante la práctica de
las virtudes; para lo que se requiere el cultivo de una voluntad, firme férrea
y fuerte para amar a Dios por lo que Él es, y no por lo que Él da. Al final del
desierto la victoria es de Dios. El desierto es una etapa de preparación para
realizar una misión. El Señor nos saca del ruido y del bullicio para estar a
solas con su elegido y enseñarlo a escuchar su voz, a tomar decisiones como
respuesta al amor recibido. Al final del desierto se toma la firme
determinación, de manera libre y consciente, de quedarse por amor en “Casa”
para servir al que primero lo amó. Siguen los años de apostolado, de misión, de
entrega hasta el sacrificio y la renuncia. Días, meses y años de acciones
heroicas, todo por amor a Cristo y a su Iglesia.
Pero, un día, puede
llegar el cansancio, el activismo y con él, el vacío: se baja el nivel de
oxigeno del corazón y aquellos demonios que habían sido expulsados o atados,
vuelven aparecer y ahora con más fuerza y furia que antes (el miedo, el odio,
los complejos, etc). Se buscan compensaciones y auto justificaciones, la
verdad, se está perdiendo altura: ha comenzado el descenso, hay pérdida de
convicciones, aparecen las debilidades en la carne que humillan. Lo que
realmente está sucediendo es que se ha abandonado la vida de oración y de
intimidad con el Señor por hacer cosas que llevan a la pérdida de identidad,
para entrar, nuevamente en los terrenos de la mentira y del demonio de la
confusión que hace perder claridad y va desapareciendo el celo apostólico, a la
misma vez que va desapareciendo la alegría por el llamado al servicio, las
cosas se hacen por obligación, por que toca, vuelve el mal genio y la agresividad
con la vuelta de los deseos carnales. Todo esto desemboca en un servicio al
Señor, no en Espíritu, sino en la “carne”. La carne es un modo de ser y de
actuar que no es agradable a Dios (Rm 8, 1-9).
La carne es un modo de
vivir siendo conducidos por cualquier espíritu que no sea el espíritu de
Cristo, es por eso, vida mundana y pagana; vida de pecado que lleva a dar culto
a los ídolos del tener, del placer o del poder. Ídolo es todo aquello que se
pone en el corazón en lugar de Cristo. Es una realidad, cuando amamos al
dinero, a los lujos, a las cuentas bancarias, a las faldas o a lo que hay
debajo de las faldas, con palabras de san Agustín, amamos a la criatura más que al Señor. Cuando
nos amamos a nosotros mismos hasta llegar al desprecio a Dios y a los demás es
una verdadera inversión de valores, es idolatría.
El amor a Cristo pide
amor a los pobres, amor a la Iglesia, amor al servicio… El testimonio de
Jeremías ilumina la realidad que todo servidor de Cristo puede llegar a vivir:
“Si te vuelves a mí, porque yo te haga volver, volverás a ser mi boca. Si
separas la escoria del metal precioso, volverá a ser mi siervo”. (Jer 15, 19)
¿Será que Jeremías se hundió en el lodo? (Jer 38, 6) ¿Viviría alguna
experiencia de pecado?.
Creo, la experiencia me
lo ha enseñado, que el camino de la perfección cristiana no sube en forma
recta, perfecta y siempre continúa, no sé porqué razones, el proceso, veces, es
animado por una “fuerza impulsora” que luego se debilita para comenzar una
experiencia de hundimiento, de decadencia. Lo que se había conseguido con
muchos esfuerzos fácil y rápidamente se pierde. Es necesario que una fuerza nos
detenga, nos ayude hacer un alto y sacarle una enseñanza a la caída, para
comenzar con las nuevas energías que da una “fuerza renovadora” volver a
retomar el camino, y ascender nuevamente la “Montaña” de la perfección. Lo
creo, porque lo he vivido, que la decadencia espiritual no es gratuita, me
descuidé y resbalé… pero toda experiencia de decadencia me ha dejado una
enseñanza… soy débil, más aún, sigo siendo pecador; reconozco que no he
cultivado una voluntad firme, fuerte y férrea para el amor, para la verdad,
para la justicia… soy débil, soy caña… he recurrido a las máscaras, a las
apariencias… he vivido en la mentira; me gusta que me alaben, pero me duele que
me critiquen. Reconozco que estas experiencias negativas me han llevado a la
pérdida de “identidad sacerdotal y cristiana”. Confieso que no había entendido
las palabras de Juan el Bautista: “Es necesario que yo disminuya y que él
crezca” (Jn 3, 30)
Querer crecer en
importancia, en sabiduría para tener éxitos y recibir aplausos en la vida,
hacen desaparecer a Cristo, para dar lugar nuevamente al reinado del hombre
viejo. Una señal clara de esto es cuando nos preocupa el que dirá la gente, en
vez del que dirá Cristo de nosotros. Experiencia liberadora y gozosa, ésta del
crecimiento en Cristo, pero que sólo pueden vivirla aquellos que “Están en
comunión con el Señor y permanecen en su amor” (Jn 15, 1- 8) Siendo dóciles al
Espíritu Santo que lleva a los hijos de Dios a estar crucificados con Cristo
(Gál 5, 24) y poder ser sus siervos; a
éstos los llama amigos (Jn 15, 15). Amigos que deben rechazar toda mentira (Ef
4, 25); “Como también deben rechazar toda malicia y todo engaño, hipocresías,
envidias y toda clase de maledicencias” (1 Cor 6, 18; 1 Pe 2,1; 2 Pe 1, 4b;
2Tim 2, 22).
Para poder dar frutos
de vida eterna he de tener siempre presente las palabras de Jesús, el Señor:
“Permanezcan en mi amor; como yo permanezco en el amor de mi Padre. Si ustedes
guardan mis mandamientos permanecen en mi amor, como yo guardo los mandamientos
de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn 15, 9). La clave de la fidelidad al
amor de Cristo, no es otra, que la docilidad al Espíritu de Verdad que habita por
la fe en nuestros corazones. (cfr Ef 3, 17)
2. Huye de la corrupción.
El Apóstol Pedro el día
de pentecostés exhorta a más tres mil judíos que lo escuchaban a ponerse a
salvo huyendo de la corrupción: “pónganse a salvo, apártense de esta generación
malvada” (Hech 2, 40). En su segunda carta, treinta años más tarde nos dice:
“huyan de la corrupción para que puedan participar de la naturaleza divina”
(2Pe 1, 4). Huir significa apartarse, poner distancia y terreno de por medio.
Huir también significa abandonar un determinado estilo de vida, con sus
costumbres, tradiciones, acciones y actitudes. Huir significa despojarse;
quitarse el traje de tinieblas y echar fuera la vieja levadura a la que Pablo
llama en la carta a los Gálatas “obras de la carne”: fornificación, adulterio,
indecencia, libertinaje, idolatría, superstición, enemistades, peleas, envidia,
cólera, ambición, discordias, sectarismos, celos, borracheras, comilonas y
cosas semejantes” (Gál 5, 19s)
La razón es que Pablo
está de acuerdo con la que nos había presentado el Apóstol Pedro: “Huyan de la
corrupción, para que puedan participar del Reino de Dios” (de la naturaleza
divina) (Gál 5, 21; 2 Pe 1, 4). A la comunidad de Corinto, el mismo Apóstol
Pablo les recomienda: “Huyan de la fornificación” (1 Cor 1, 18) Es una
referencia del Apóstol a todos los pecados implícitos en la inmoralidad sexual,
tal extendida en el puerto de Corinto.
Huir de la corrupción
es una exhortación a los nuevos creyentes a dejar de vivir en el mundo del
paganismo. Se han de abandonar las obras muertas de la idolatría para pasarse
al reino de la Gracia (Col 1, 13). El reinado de los ídolos debe llegar a su
fin, y con ello, terminar con la opresión, las injusticias, la explotación, la
mentira, la falsedad, el culto a los ídolos del poder, del placer y del tener.
Huir de la corrupción es morir al pecado para poder vivir para la justicia (1
Pe 2, 24).
3. El deseo de pertenecer a Cristo.
Huir es por lo tanto
despojarse del traje de tinieblas para poder revestirse con el traje de la
nueva Vida (Rm 13, 12) que se nos ha dado en el Bautismo como semilla, pero que
ahora hemos de cultivar hasta llevarla a su madurez. El deseo de Dios, muchas
veces es ahogado por la vida mundana y pagana. Es deseo de conocerlo, amarlo y
servirlo. La exhortación del Apóstol está acompañada de una hermosa razón que
deberíamos de llevarla impresa en un lugar visible de nuestro cuerpo para
tenerla siempre presente: “De modo que no se pertenecen a sí mismos, sino que
han sido comprados a un gran precio” (1Cor 6, 19- 21) el Apóstol Pedro nos ha
dicho “que no fuimos comprados con oro ni plata, sino con la Sangre de Cristo,
cordero sin mancha y sin defecto” (1 Pe 1, 19).
4. ¿Basta con abandonar las obras
muertas del pecado?
¿”Basta con decir: yo
no peco? ”. “Yo no hago mal a nadie”. Jamás… nunca. De nada sirve decir que no
se peca o que no se le hace mal a nadie, si tampoco, le hacemos bien a alguien.
Se abandona y se huye de la corrupción para practicar la justicia y proceder
honradamente, realizando las obras de misericordia, los frutos de la fe o lo
que Pedro llama las “buenas obras” (1 Pe 2, 12). La carta de Pablo a los
Gálatas nos presenta algunos de los frutos del Espíritu que deben estar
presentes en nuestra vida para que no sea estéril e infecunda: “el amor,
alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio
propio” (Gál 5, 22); en la carta a los Efesios enumera otros más: “la bondad,
la verdad y la justicia” (Ef 5, 9). No son los únicos, existen muchísimos más,
pero, lo que importa es saber que no basta con ser creyentes, hay que ser
practicantes del bien para que la vida del hombre esté orientada hacia los
terrenos de Dios, con una inteligencia iluminada por la verdad, una voluntad
fortalecida por la práctica de la justicia y por un corazón purificado por el
fuego del amor. Los terrenos de Dios son el amor, la verdad, la libertad, la
justicia, la responsabilidad, la solidaridad, la misericordia, etc.
Sólo mediante la
práctica de éstas y otras virtudes o valores del Reino, podrá realmente el
creyente decir o afirmar que su fe es auténtica y verdadera. Lo anterior exige
que hombres y mujeres seamos enseñados a vivir el Evangelio de la Verdad para
que podamos desplegar todas nuestras potencialidades, viviendo como seres en
proyección y sirviendo en la construcción de la tan ansiada “Civilización del
Amor” que debe estar al servicio de la “Comunidad fraterna y solidaria”,
conocida también como la “Comunidad Cristiana”.
Reflexión por grupos.
Plenario para compartir
experiencias.
Oración individual y
comunitaria.
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