PAPA
FRANCISCO
La Iglesia no es de los tibios
La Iglesia no debe ser nunca
«tibia» y está llamada, así como cada cristiano, a un camino de «conversión
diario». Es necesario de hecho prestar atención a no adecuarse a un estado
«tranquilo», «mundano», y estar siempre abiertos al «anuncio alegre que Jesús
es el Señor». Como hizo, por ejemplo, el arzobispo Óscar Arnulfo Romero,
recordado por el Papa Francisco en el segundo aniversario de la beatificación,
durante la misa celebrada en Santa Marta el martes 23 de mayo.
El Pontífice tomó la
primera lectura (Hechos de los Apóstoles 16, 22-34) y, explicando
de que se trata del pasaje final de una historia más amplia, resumió toda la
evolución. Es un momento importante de la predicación de Pablo y Silas que,
llegados a la ciudad de Filipos, encuentran «una esclava que practicaba la adivinación»
y que gracias a su actividad hacía ganar mucho a sus amos. Esta mujer, al ver a
los dos que «iban a rezar», comenzó a gritar: «¡Estos son siervos de Dios!».
Aparentemente, hizo notar el Papa, se trataba de una «alabanza». Pero, sus
palabras, repetidas «todos los días» tuvieron una consecuencia. Se lee en los
Hechos que «un día Pablo se cansó». El apóstol, explicó el Pontífice, «tenía el
espíritu de discernimiento y sabía que esta mujer estaba poseída del mal
espíritu», por eso «se dirigió a ella» y «expulsó al espíritu malo». La
inmediata consecuencia fue que «esta señora, esta esclava ya no puedo adivinar
y sus amos viendo desvanecerse sus ganancias —ganaban mucho— tomaron a Pablo y
Silas y les llevaron ante las autoridades». Empezó así una serie de
acusaciones.
Y precisamente en este
punto se inserta el pasaje propuesto por la liturgia del día en la cual se lee
que «los pretores les hicieron arrancar los vestidos y mandaron azotarles con
varas. Después de haberles dado muchos azotes, los echaron a la cárcel y
mandaron al carcelero que los guardase con todo cuidado. Éste, al recibir tal
orden, los metió en el calabozo interior y sujetó sus pies en el cepo». Pero a
este punto, dijo el Papa, «intervino Dios» y así, mientras «hacia media noche
Pablo y Silas cantaban, alababan a Dios y los otros prisioneros escuchaban»,
llega un «fuerte terremoto y se abren todas las puertas». Y frente a un evento
tan excepcional, el carcelero, temiendo la fuga de los reclusos, quería matarse
porque «la ley de aquel tiempo» preveía que cuando los prisioneros escapan se
juzgaba al custodio.
Entonces «Pablo gritó: “No
te hagas ningún mal, que estamos todos aquí”. Y ese no entendió: “Pero ¿cómo
sucede esto? ¿Estos delincuentes en vez de aprovechar la oportunidad de escapar
están aquí?”. El carcelero, dándose cuenta que había sucedido «algo extraño y
que era algún signo de Dios, tanto el temblor como las puertas abiertas y que
ninguno de ellos había escapado», se precipitó dentro «y temblando cayó a los
pies de Pablo y Silas y después les llevó fuera y dijo: “señores, ¿qué tengo
que hacer para salvarme?”». Evidentemente, señaló Francisco, era «un hombre al
que el Espíritu había tocado el corazón». La respuesta de los dos fue: «“Ten fe
en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu casa”. Y proclamaron la Palabra del
Señor a él y a todos los de su casa. Él los tomó consigo a esa hora de la
noche, les lavó las heridas y enseguida fue bautizado, él con todos los suyos;
después les hizo subir a casa, preparó la mesa y se llenó de alegría”;
festejaron esta gracia». Se trata, dijo el Papa concluyendo la narración, de
«una bonita historia que nos hace pensar».
De aquí partió la
reflexión que sobre todo destacó cómo en la situación se encuentra un «pasaje».
Se inicia, de hecho, con «un estado de predicación tranquila porque Pablo y
Silas tenían que estar contentos porque esta esclava que tenía tanta autoridad,
esta maga, esta adivinadora, dijera que ellos eran hombres de Dios». El hecho
es que esa «no era la verdad». Y «¿por qué?», se preguntó el Pontífice. «Porque
Pablo —fue la respuesta— movido por el Espíritu, entendió que esa no era la
Iglesia de Cristo, que ese no era el camino de la conversión de esa ciudad,
porque todo permanecía tranquilo, no había conversiones. Sí, todos aceptaban la
doctrina: “Qué bonito, qué bonito, estamos todos bien”».
Una situación, subrayó el
Papa, que «se repite» más veces «en la historia de la salvación»: de hecho,
«cuando el Pueblo de Dios estaba tranquilo o servía a la mundanidad, no digo a
los ídolos, no, a la mundanidad y estaba en la mediocridad», el Señor «enviaba
a los profetas». Es más: «a los profetas les sucedió lo mismo que a Pablo: eran
perseguidos, golpeados, ¿por qué? Porque incomodaban».
Algo hecho igualmente por
Pablo, «hombre de discernimiento», comprendiendo que el espíritu que poseía la
magia, «era un espíritu de mediocridad, que hacía tibia a la Iglesia», entendió
el engaño y expulso al espíritu malo. Y la verdad se supo».
Es una dinámica, dijo el
Pontífice, que sucede todavía hoy en la Iglesia: «cuando alguno denuncia tantos
modos de mundanidad es mirado con malos ojos, esto no va, mejor que se aleje».
Y añadió: «yo recuerdo en mi tierra, muchos, muchos hombres y mujeres,
consagrados buenos, no ideológicos, pero que decían: “No, la Iglesia de Jesús
es así...”», de aquellos dijeron: «¡Este es comunista, fuera!”, y les echaban,
les perseguían. Pensemos en el beato Romero». Y esto sucedió a «muchos, muchos
en la historia de la Iglesia, también aquí en Europa». La explicación se
encuentra en el hecho de que «el mal espíritu prefiere una Iglesia tranquila
sin riesgos, una Iglesia de negocios, una Iglesia cómoda, en la comodidad de la
mediocridad, tibia».
Para comprender mejor este
razonamiento, el Papa recordó dos palabras que se encuentran en el pasaje de la
Escritura tomado en consideración, una «al inicio de la historia» y otra «al
final». Si se lee con atención, de hecho, se ve que «los amos de este señora,
esclava, adivinadora, se enfadaron porque habían dejado de ganar dinero». Esta
es la palabra: «dinero».
De hecho, «el mal espíritu
siempre entra por el bolsillo» y, sugirió el Pontífice «cuando la Iglesia es
tibia, tranquila, toda organizada, no hay problemas, mirad dónde están los
negocios, enseguida». Hay después otra palabra que surge al final de la
narración: «alegría». De hecho se lee que el carcelero, después de haber sido
bautizado, «preparó la mesa y se alegró con toda su familia por haber creído en
Dios». Así está claro, dijo Francisco, «el camino de nuestra conversión
cotidiana: pasar de un estado de vida mundano, tranquilo sin riesgos, católico,
sí, sí, pero así, tibio, a un estado de vida del verdadero anuncio de Jesús, a
la alegría del anuncio de Cristo. Pasar de una religiosidad que mira demasiado
a los beneficios, a la fe y a la proclamación: “Jesús es el Señor”». Y esto,
añadió, «es el milagro que hace el Espíritu Santo».
Por eso el Papa sugirió a
los presentes releer el capítulo 16 de los Hechos de los Apóstoles, para
comprender mejor «este recorrido» y cómo «el Señor con sus testigos, con sus
mártires, hace ir adelante a la Iglesia». Nos daremos cuenta que «una Iglesia
sin mártires da desconfianza; una Iglesia que no corre el riesgo da
desconfianza; una Iglesia que tiene miedo de anunciar a Jesucristo y expulsar
los demonios, los ídolos, al otro señor, que es el dinero, no es la Iglesia de
Jesús».
Concluyendo la meditación,
Francisco recordó cómo en la liturgia del día hay una oración en la que se da
gracias «al Señor por la renovada juventud que nos da con Jesús». También la
Iglesia de Filipos, dijo, «fue renovada y se convirtió en una Iglesia joven».
Por tanto, debemos rezar
para que «todos nosotros tengamos esto: una renovada juventud, una conversión
de la forma de vivir tibios al anuncio alegre de que Jesús es el Señor».
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