4. La
celebración de la Muerte y Resurrección de Jesucristo.
Objetivo.
Profundizar en el misterio de la Eucaristía, para que con alegría aceptemos ser
los servidores de la Nueva Alianza.
Iluminación.
De manera, que cada vez que se renueva en el altar el sacrificio de la Cruz, en
el que Cristo nuestra Pascua fue inmolado, se realiza la obra de nuestra
Redención (1 Cor 5, 7; CATIC 1364; LG 3).
1.
El sacrificio de
la Nueva Alianza.
En la Misa, la Iglesia celebra y
hace memoria de la Pascua de Cristo: su Muerte y su Resurrección, y por lo
tanto, hace presente el Sacrifico que Cristo ofrece de una vez para siempre en
la Cruz, permanece siempre actual (Hb 7, 25-27).
La Eucaristía hace presente el sacrificio de la
Cruz, no se le añade y no se le multiplica, lo que se repite es su celebración
memorial (I. de E. 12). La Eucaristía es entonces sacrificio en sentido propio,
porque Cristo se ofrece, no sólo como alimento a los fieles, sino que es un “don a su Padre” para sellar la “Nueva
y eterna Alianza”; es el don de su amor y obediencia hasta el extremo de dar la
vida a favor nuestro. Más aún, don a favor de toda la Humanidad (Iglesia de
Eucaristía 13).
Decir que La Eucaristía es un Misterio, es afirmar que
no podemos abarcarlo con nuestro entendimiento, por muy inteligentes que
seamos. Después de la Consagración, el celebrante dice: “Este es el Misterio de
nuestra Fe”. Y esta fe es un don de Dios que él gratuitamente da a quien se la
pida con sencillez y humildad. En la Eucaristía nos encontramos en el corazón
del misterio en el cual se funda la fe cristiana: la Resurrección del Señor
Jesús. “si no hay resurrección de los muertos, Cristo no resucitó y vana es
nuestra (1Cor 15, 13-14.
2.
De la
Antigua a la Nueva Alianza.
De la Alianza que
fue sellada con la sangre de toros y de machos cabríos a la alianza que fue
sellada con la Sangre de Cristo. De la Alianza de la “letra” a la Alianza del
Espíritu. El paso de la Antigua a la nueva Alianza Jesús, el Señor lo hace
dentro de un acto cultual. Pero en la Ultima Cena, al presentar el cáliz lleno
de vino, Jesús dice: “Este es el cáliz de la Nueva Alianza, la cual se
sella con mi Sangre”. (Ya no era sangre de animales, sino la Sangre del
Hijo de Dios la que sella la Nueva Alianza).
Estaba anunciando
el Señor su muerte al día siguiente, el verdadero Cordero sacrificado en la
Cruz y su Sangre derramada, con la cual sellaría la Nueva Alianza.
El Cuerpo entregado
y su Sangre derramada hacen de la muerte de Cristo un sacrificio singular:
sacrificio de alianza, que sustituye la Antigua Alianza del Sinaí por
esta Nueva Alianza, en la cual el Cordero es Cristo, y en la que
no se derrama sangre de animales, sino ¡nada menos! que la del mismo Hijo de
Dios.
Y todo este
sacrificio de Jesús, para nuestra redención. Y esta Nueva Alianza es
perfecta, puesto que Jesús nos redime de nuestros pecados y nos asegura para
siempre el acceso a Dios y la posibilidad de vivir unidos a Él, mediante la
recepción de su Cuerpo y de su Sangre en la Comunión, Sacramento de salvación
que nos dejó instituido en el primer Jueves Santo de la historia y que con
razón celebra nuevamente la Iglesia en la Fiesta de Corpus Christi.
El significado de
este “Misterio de Fe” que es la presencia real de Jesucristo en la Hostia
Consagrada que el mismo Señor se nos ofrece como alimento, es la vez, el
sacrificio de Cristo. En la institución
de la Eucaristía. Jesús toma el pan en la mano, lo parte y dice: “Tomen y coman
todos de él, porque este es mi Cuerpo que será entregado por ustedes.” Ya su
Cuerpo, el mismo que nos había ofrecido en la Ultima Cena –el mismo que nos
ofrece en cada Eucaristía- estaba siendo entregado en la cruz.
Luego, Jesús con el
cáliz de vino entre sus manos. Toma un sorbo y dice: “Toman y beban. Este
es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la Alianza Nueva y Eterna, que será
derramada por ustedes y por todos para el perdón de los pecados. Hagan esto en
memoria mía”.
3.
El sacrificio de
Jesús y nuestro sacrificio.
“Orad, hermanos,
para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios, Padre todopoderoso”.
Cristo quiso
integrar a su Iglesia a su sacrificio redentor para hacer suyo el sacrificio
espiritual de la Iglesia (I. de E. 13b). En la Misa, la Iglesia, no solamente
ofrece al Padre el sacrificio de Cristo: Sacrificio Sacramental, sino que
ofrece a la misma vez, su mismo sacrificio espiritual. De manera que la
Iglesia, Cuerpo de Cristo, participa en la Ofrenda de su Cabeza, con Cristo se
ofrece totalmente. En la Misa el sacrificio de Cristo y el Sacrificio de la
Eucaristía, son un único sacrificio de manera que el Sacrificio de Cristo es
también el Sacrificio de los miembros de su Cuerpo. Nosotros en la Misa, nos
unimos con Cristo para ofrecernos al Padre, con un Sacrificio Espiritual, de
manera que podemos afirmar que sobre el altar están dos ofrendas, la de Cristo
y la de la Iglesia.
¿Qué podemos ofrecer con Cristo
al Padre en la Misa? ¿Cuál es nuestro Sacrificio? Recordemos que por las
Palabras de la Consagración y por la acción del Espíritu Santo, el Pan y el
Vino son transformados en un Cristo vivo que ofrecemos como Hostia Viva al Padre
por la salvación de los hombres: “Esto
es mi cuerpo que será entregado por Vosotros, esta es mi Sangre que será
derramada por Vosotros”. “Haced esto en Memoria mía”.
Este es el “Mandamiento de
Jesús”, pide que hagamos lo que Él hizo: partió el Pan, es decir, se fraccionó,
se inmoló, se entregó como ofrenda viva al Padre por los hombres. Él quiere que
nosotros repitamos su gesto: “Que nos inmolemos y ofrezcamos en la presencia de
Dios como “Hostias vivas, que ese sea nuestro culto espiritual” (cfr Rom 12,
1). Ofrecemos nuestra vida, nuestra alabanza, sufrimientos, oraciones,
trabajos, humillaciones, que todo lo que hagamos se una a Cristo, para que Él
se lo ofrezca al Padre. Nosotros ya no ofrecemos la sangre de toros ni de
machos cabríos. Podemos decir con Jesús: “Sacrificios y holocaustos no te han
agradado, pero, heme aquí Oh Dios, para hacer tu voluntad (Hb 10, 9). Nosotros
hoy, podemos ofrecer con Jesús en la Misa: nuestro cuerpo y nuestra sangre, es
decir, nuestra vida para que seamos una “alabanza de la gloria de Dios” (Ef 1,
13); ofrecemos el pan y el vino que somos nosotros; ofrecemos nuestro
sufrimiento, oración, trabajo, sus fracasos y humillaciones… (Catic 1368).
4.
¿En qué consiste nuestro sacrificio
espiritual?
La sangre de Cristo derramada en la cruz
para perdón de los pecados y bebida en la Eucaristía, Jesús nos une a su vida
ofrecida a Dios y convierte nuestra vida en Eucaristía, en sangre derramada por
amor, el don de Dios para los demás. Al beber la Sangre derramada, nos
adherimos a Cristo hasta la muerte y se cumple entonces la Profecía de la Nueva
Alianza: la Nueva Ley, la Ley del Amor sellada en nuestro corazón.
El
sacerdote se ofrece con Cristo al Padre e invita a los fieles a hacer lo mismo,
cada uno según su naturaleza: “Oren
hermanos para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios
Todopoderoso”. Al celebrar la Eucaristía renovamos el sacrificio de la Nueva
Alianza, y renovamos nuestra comunión con Jesús, con los demás y con Dios.
Nuestro sacrifico “Consiste en someter nuestra voluntad a la voluntad de Dios”.
Para eso somos, por amor de Cristo, sacerdotes, profetas y reyes, servidores y
ministros de la Nueva Alianza (1 Pe 2, 9; 2 Cor 3, 6). Al someter nuestra voluntad a la voluntad de Dios,
estamos sellando nuestra Alianza y nuestra Comunión con Dios y con la Iglesia,
estamos renovando nuestro Bautismo y estamos dando nuestro “sí” a Dios y a la
Comunidad fraterna; estamos diciendo que sí queremos ser Comunión, Alianza,
Comunidad solidaria y fraterna.
Por
el Bautismo, todos los bautizados, participan del sacerdocio común y real de
los fieles, por lo mismo, pueden ofrecer su sacrificio espiritual, cada uno de
los participantes de la Misa, todo bautizado puede ser, a la vez, sacerdote,
víctima y altar para ofrecer un sacrificio, ser víctima y a la misma vez altar:
ofrecerse en el altar de su corazón, el sacrificio de aceptar y someterse a la
voluntad de Dios. Llevar una vida digna como la de Cristo que se pasó la vida
haciendo el bien y liberando a los oprimidos por el diablo (Hch 10, 38). El
culto espiritual que todo bautizado debe y puede ofrecer a Dios, es aceptar ser
“sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (cfr Rom 12, 1). Es un culto que se
ofrece por amor, y por lo mismo exige nuestra comunión con Cristo, morir al
pecado y la disponibilidad de vivir para el Señor (cfr Rom 6, 11; Gál 5, 24).
5.
Cuerpo y Sangre.
La Eucaristía es Cuerpo entregado
y sangre derramada por amor. Es muy importante entender que “cuerpo y sangre”
es una frase semítica que significa “toda la persona”. Al decir que el pan y el
vino se convierten en el “cuerpo y sangre, decimos que el pan y el vino se
convierten, por las palabras de la consagración y la acción del Espíritu Santo,
en la “persona de Cristo”: “cuerpo y sangre, alma y divinidad”.
El cuerpo de Jesús entregado por
amor a su Padre y a los hombres es su misma vida, desde su nacimiento en Belén
para cumplir las Escrituras. Perseguido desde pequeño, huye con sus padres a
Egipto y acepta vivir pobre en Nazaret. Obedece con la amor la voluntad de su
Padre y hace de ella la delicia de su vida, hasta llegar a decir: “Mi alimento
es hacer la voluntad de mi Padre y llevar a cabo su obra” (cfr Jn 4, 34). Todo
lo que Él hizo con un corazón lleno de compasión, desde sus entrevistas con
Nicodemo, la Samaritana, Zaqueo; sus milagros y sus exorcismos; el aceptar que
como Mesías tenía que padecer antes de entrar en gloria. Durante toda su vida
su corazón fue su altar donde él por amor se ofreció al Padre.
La sangre que ofrece Jesús es
sangre derramada, es decir, Jesús se ofrece hasta la muerte, y muerte de cruz. Jesús
va a morir con una muerte violenta para el perdón de los pecados y la
reconciliación de los hombres con Dios y entre ellos mismos. Jesús al derramar
su sangre nos abre el camino hacia Dios para que podamos entrar a su presencia
con un corazón redimido, reconciliado, perdonado.
La sangre que ofreció Cristo,
significó toda su vida, fue el sacrificio que ofreció a Dios en favor de toda
la humanidad. La carta a los Hebreos nos dice: “Ya no le agradaron los
sacrificios de sangre de animales y entonces yo tomo un cuerpo y digo: aquí
estoy Padre para hacer tu voluntad”. (Heb 10, 7).
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