HE DECIDIDO SEGUIR A CRISTO






Objetivo: Conocer las exigencias y los desafíos que nos presenta el camino del discipulado, para poder lograr una mejor identidad cristiana que responda a nuestra configuración con Cristo.

Iluminación. Jesús dijo a los discípulos que habían creído en Él: “Yo sé por qué me siguen, les he dado de comer hasta saciarse” (Jn 6, 26). “Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Lc 9, 58).

1.     ¿Cómo permanecer en el amor de Dios?

“Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros”. Con el mismo amor con el que el Padre y el Hijo se aman y se donan el uno al otro, así somos amados. No basta con saber que Dios nos ama, lo válido sería recibirlo y vivir experimentando ese amor; con ese amor amarnos a nosotros mismos, amar al Señor y a los demás. “Si guardáis mis mandamientos permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor” (Jn 15, 8-9).  

¿Cómo permanecer en el amor de Jesús? El mismo Señor muestra el camino: “Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). La comunión con Jesús es disponibilidad de escucha, es apertura, es obediencia a su Palabra: “Sí os mantenéis en mi Palabra seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8, 31-32). El encuentro con Jesús nos ha iniciado en un nuevo estilo de vida: “Con hambre y sed” escuchamos su Palabra, la guardamos en el corazón y la ponemos en práctica (Lc 8, 21; 11, 28). Nos enamoramos de Jesús y de su proyecto de vida sellando una “alianza” de amistad con Él: “Vosotros  sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando” (Jn 15, 13).

Jesús ama a sus amigos y sus amigos lo aman a Él, se trata de una amistad activa. La amistad es el camino para permanecer siendo amados y permanecer amando. Permanecer en su amor para recibir su vida en abundancia y permanecer dando la vida por el  amigo y por los que Él ama. La amistad con Jesús tiene sus implicaciones. No se puede decir que somos amigos de Jesús y no conocerlo, amarlo y servirlo. “No hay mayor amor que el que da su vida por el amigo”(Jn 15, 13). Jesús ha dado su vida por nosotros. ¿Qué podemos hacer nosotros por Él?


2.     ¿De quién somos?

“Si el mundo os odia, sabed que a mí me odiado antes que a vosotros. Sí fueras del mundo, el amaría lo suyo” (Jn 15, 18). El amigo ha sido sacado del mundo, ya no es del mundo, ahora tiene “Nuevo Dueño”, es de Cristo, su propiedad. La experiencia de liberación es el sello de confianza que ha dejado el saberse perdonado y sentirse portador de una nueva presencia; presencia gozosa y amorosa, verdadera fuerza liberadora que va inundando todo el ser para ir entretejiendo la “Opción por Jesús”, la “Decisión de seguir a Cristo”, por lo que él  es, y no,  por otras razones. El cristiano, aquel que acepta a Cristo como su Señor y Salvador; aquel que vive en Cristo y vive para Cristo, ha hecho una “opción radical” por Jesús el Señor. Su vida está orientada a Aquel para quien vive, trabaja, pertenece (Flp 1, 21; Col 3, 23s), Ministro de la Nueva Alianza (1 Cor 4, 1). 

¿Cuándo se da este momento? Israel lo vivió después de un tiempo de haber salido de Egipto. “Al tercer mes después de la salida de Egipto, ese mismo día, llegaron los hijos de Israel al desierto de Sinaí” (Ex 19, 1). El desierto entretejió en el Israel un cambio profundo de conciencia y mentalidad: de pueblo esclavo a Pueblo de Dios. En el Sinaí Dios hace alianza con el Pueblo que se compromete a obedecer a Yahveh, y Yahveh se compromete a ser el Dios del Pueblo (Ex 24, 3; 7). Para el cristiano, se da como momento inicial el día de su Bautismo, pero, en su devenir existencial se da, en el “Encuentro” con Cristo. Encuentro liberador y gozoso que divide la vida en dos: en un antes del encuentro y en un después (Ef 5, 1- 8). Cuando se ha probado lo bueno que es el Señor y se acuña la certeza de que nos ama incondicionalmente; cuando se adquiere la certeza de que también amamos al Señor, es entonces, cuando se hace la “opción radical” y se acepta pertenecerle, amarle y servirle.


3. La experiencia del desierto


Jesús mismo después de su Bautismo, fue llevado por el Espíritu al desierto donde oró y ayunó cuarenta días, para ser al  final tentado por el diablo. Jesús en el desierto venció y ató al Demonio para luego irse a invadir sus terrenos y liberar a los oprimidos por el mal. Jesús, venciendo las tentaciones, con una triple afirmación se afirma como el Hijo obediente y como el Siervo de su Padre: “Sí amaré, sí obedeceré y sí serviré” (cfr Lc 4, 1-13). 

El desierto es el momento en el que Dios cambia nuestros planes y proyectos. Jeremías dijo: “Me sedujiste Señor y me dejé seducir” (Jer 20, 7). Se comprende que el Señor está llamando a un “ministerio” determinado, la respuesta ha de estar a la altura de los grandes personajes de la Biblia: Moisés:
“Heme aquí”, María: “Yo soy la humilde esclava del Señor, hágase en mí según su Palabra”. Abrazar hasta el fondo la voluntad de Dios es señal de crecimiento, de muchos momentos de diálogo, de purificación del corazón y de una nueva manera de orar.

4. Las condiciones para seguir a Jesús


Jesús dijo a los discípulos que habían creído en Él: “Yo sé por qué me siguen, les he dado de comer hasta saciarse” (Jn 6, 26). Al leer estas palabras podría surgirnos una pregunta: ¿Yo, porque estoy siguiendo a Jesús?, ¿Qué es lo que yo le estoy pidiendo?, ¿Qué es lo que me hace ir a la Iglesia? En su enseñanza, Jesús nos advierte con toda claridad: “No se puede poner un parche nuevo a un vestido viejo, se rasgaría el vestido” (Mc 2, 22). Jesús no quiere ser un parche en nuestra vida, Él quiere ser el Todo. Cuando Jesús es nuestro parche, nuestra actividad se viene abajo, derrotada por el cansancio y por la frustración, al no salirnos las cosas según nuestros planes. El discípulo ha de estar abierto al cambio de mente y de corazón; cambiar sus actitudes paganas por actitudes cristianas: “Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Lc 9, 58). La enseñanza del desierto culmina con la plena aceptación de la voluntad de Jesús: No busquemos quedar bien ni que nos vaya bien. Como tampoco se ha de buscar el lujo, comodidad, seguridades, bienestar, riqueza, halagos o alabanzas. Seguir a Jesús por lo que Él nos pide, la purificación de nuestras ideas falseadas de Dios, del hombre y de la vida.

Los amigos de Jesús han de seguir el mismo camino que su Maestro: ir al desierto, el lugar de la victoria de Dios y el lugar donde habitan los demonios. Al final de este tiempo de preparación, se toma la firme determinación de seguir a Cristo, rompiendo a la vez la amistad con el mundo. No se puede servir a dos amos, con alguno se queda mal. El mundo te ama y quiere tu corazón. Jesús te ama y también quiere tu corazón, la decisión es tuya, se lo das a quien tú quieras y decidas. Muchísimos son los hombres que nunca han pisado el desierto y muchos son los que mueren en él, prefieren la esclavitud de Egipto a salir de sí mismos e ir al encuentro de su realidad.


A. Romper la amistad con el mundo


La decisión de seguir a Cristo, pide romper la amistad con el mundo: Adiós botellas de vino; adiós mujeres alegres; adiós a centros nocturnos y otros  lugares de vicio; adiós al fraude y a la corrupción, adiós al “mundo y al reinado de la carne”, frente a nosotros está el desierto… la etapa de formación y de preparación para seguir a Cristo, “Luz del Mundo” (Jn 8, 12). Y, ¿Ahora qué? ¿A dónde me lleva Jesús? Juan y Andrés hicieron a Jesús esta pregunta: Maestro, ¿Dónde vives? La respuesta de Jesús es clara y concisa: “Venid y lo veréis”. Ellos fueron y estuvieron con él toda la tarde” (Jn 1, 38-39). 

No tengamos miedo en decirlo, Jesús, en primer lugar, nos lleva a la intimidad con Dios, al conocimiento de su amado Padre. En segundo lugar, el Evangelio de Marcos nos dice que Jesús nos lleva a otro lugar de encuentro, ahora con los hombres, con pecadores y publicanos: “Al pasar vio a Leví, el de Alfeo, sentado en el despacho de impuestos, y le dice: “Sígueme”. Él se levantó y lo siguió”. Y sucedió que estando él a la mesa en casa de Leví, muchos publicanos y pecadores estaban a la mesa con Jesús, pues eran muchos los que lo seguían” (Mc 2, 13-15). Jesús nos enseñó con parábolas, pero su vida misma es una parábola: se sienta a la mesa con pecadores para enseñarnos que los pecadores también son llamados a sentarse a la mesa con el Padre celestial: Se hace amigo de pecadores para luego ayudarles a hacerse amigos de su Padre que está en los cielos.



B. Dejarse guiar por el Espíritu


El Espíritu Santo siempre nos llevará a Cristo, nunca a un lugar donde podamos poner en peligro la gracia de Dios. Jamás nos llevará al pecado. Es el espíritu de Jesús Resucitado que hemos recibido: “Yo soy la luz del mundo: el que me siga no caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12). Caminar en tinieblas es dar la espalda a Dios, nos lleva a la confusión y nos hace enemigos de Dios. El que camina en tinieblas realiza las obras de la carne (Gál 5, 19). En cambio, quien camina en la luz, obra en la luz y realiza las obras de la luz, las obras de la fe (Gál 5, 22). Caminar en la luz nos hace nacer de la voluntad de Dios, revestirnos con el vestido del “Hombre Nuevo” en justicia y santidad para conformar la vida con Jesús. (cfr Rom 8, 14-15).


C. Revestirse de Cristo


“Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros. Y por encima de todo esto, revestíos del amor, que es vínculo de la perfección” (Col 3, 12-13). Caminar en la luz nos reviste de Cristo y nos configura con Él mediante la  práctica de las virtudes cristianas. La práctica de las virtudes nos ayuda a vencer los defectos de carácter, los pecados capitales, llena los vacíos del corazón y permite que la “casa” sea construida sobre roca y no en arenas movedizas. La Sagrada Escritura nos presenta un caminito que nos permite vivir y crecer en la verdad. El problema de muchos cristianos, es precisamente el no cultivar una voluntad firme, férrea y fuerte para hacer el bien, para amar. “No todo el que me dice Señor, Señor, entra en la casa de mi Padre, sino los que hacen su voluntad” (Mt 7, 21). Cada vez que ponemos en práctica la Palabra de Dios hacemos su voluntad, y Él nos da el crecimiento espiritual. No basta con poseer la Gracia, el “Reino de los cielos está en tensión y es de los que lo arrebatan” (Mt 11, 12).


D. La enseñanza del Apóstol Pedro


“Para que participéis de la naturaleza divina, huid de  la corrupción que hay el mundo por la concupiscencia. Por esta misma razón, poned el mayor empeño en añadir a vuestra fe la virtud, a la virtud el conocimiento, al conocimiento la templanza, a la templanza la tenacidad, a la tenacidad la piedad, a la piedad el amor fraterno y al amor fraterno la caridad” (1Pe 1, 4-7). Pablo en la carta a los Colosenses confirma la enseñanza de san Pedro al decirnos: “Si realmente habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba donde está Cristo sentado a la derecha del Padre” (col 3, 1ss). Las cosas de arriba son las virtudes cristianas como la fe, la esperanza y la caridad que nos ayudan a revestirnos y a configurarnos con Cristo.

La virtud crece con el cultivo de los buenos hábitos como leer la Escritura, hacer oración, las buenas obras; pero, hemos de afirmar con autoridad que sin renuncias y esfuerzos personales no hay vida, como tampoco hay virtud. Toda virtud crece con el uso de su ejercicio. Cierto es también que nadie crece en la virtud sin cultivar la prudencia, quicio de todas las demás virtudes. “Pues si tenéis estas cosas, y las tenéis en abundancia, no os dejaran inactivos ni estériles para el conocimiento perfecto de nuestro Señor Jesucristo.
Quien no las tenga es ciego y corto de vista” (v. 8). A la luz de la doctrina del Apóstol Pedro podemos afirmar la urgencia de cultivar una voluntad firme, férrea y fuerte para hacer el bien, para amar. Sólo entonces podemos construir una casa firme y sólida sobre la roca (cfr Mt 7, 25; lo contrario seremos como niños, fácilmente sacudidos por cualquier viento de doctrinas que iremos de fracaso en fracaso (Ef 4, 14).

E. Una vida liberada en Cristo


La vida en Cristo, es una vida liberada del dominio del mal, de las cosas, de las personas y de la esclavitud de la ley, para ser capaces de amar y servir al estilo de Jesús, Nuestro Señor. Es una vida en tensión, en movimiento, tiende hacia el crecimiento espiritual llena de experiencias dolorosas, liberadoras, gozosas e iluminadoras, que son las señales de un verdadero crecimiento en Cristo. Donde hay crecimiento, hay conocimiento de Dios: “Hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe y al conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado del hombre perfecto, a la madurez de la plenitud en Cristo” (Ef 4, 13).

El Crecimiento en la Gracia es el modo ordinario para expulsar los demonios que impiden que el Reino de Dios crezca y se manifieste en nosotros. “Si uno quiere ser el primero que sea el último y el servidor de todos (Mc 8, 35). Jesús comparte con sus amigos el amor y también el servicio. “Él quiere que donde está Él estén también sus amigos” (Jn 14, 4). Para eso ha elegido a sus amigos, para que estén con Él en la construcción del Reino, en la Obra que el Padre le mandó realizar entre los hombres: Mostrar al mundo el rostro de bondad, misericordia, de alegría. Para esto purifica sus corazones, los lleva al desierto y los invita a subir con Él a Jerusalén, para que sean testigos y servidores de la Vida.

Oración. Gracias Señor Jesús, por tu predilección al invitarnos a seguir tus huellas, a estar contigo y a trabajar contigo en la “obra que el Padre te encomendó realizar a favor de los hombres”. Gracias Señor, somos siervos inútiles, revestidos de flaqueza, nos consuela el saber que Tú manifiestas tu poder en los débiles: “Ven Señor Jesús” a iluminar nuestros pasos, fortalecer nuestra voluntad, santificar nuestros corazones, para que a ejemplo de María seamos dóciles a la Acción del Espíritu en nuestras vidas.




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